martes, 10 de septiembre de 2013

De Alicante a Tarragona en bici

LA RUTA
      
Teniendo como punto de partida la ciudad de Alicante, el camino se aleja de la costa para internarse en la montaña alicantina. Surca el Valle del Vinalopó, con la Sierra de Mariola a su derecha y, a través del Valle del Serpis, llega a Gandía. Recorre  la Albufera hacia Valencia, los Estanques de Almenara en dirección a Castellón, el Parque natural del Prado de Cabanes y la Sierra de Irta, que desemboca en Peñíscola. A través del delta del Ebro, llega a Tarragona, ciudad de milenaria historia e inmenso patrimonio.    


Alicante, Orito, Monforte del Cid, Novelda, Elda, Petrer, Sax, Villena, Biar, BeneixamaBanyeres de MariolaBocairent, Muro, GaianesBeniarrés, Potries, Beniarjó, Almoines, Gandía, Xeraco, Cullera, El Perelló, El Palmar, El Saler, Valencia, AlboraiaAlmàssera, Meliana, Museros, Masamagrell, La Pobla de Farnals, RafelbunyolPuçol, Sagunto, Almenara, Xilxes, Moncofa, Borriana, Almassora, Castellón, Benicàssim, Oropesa, Alcossebre, Peñíscola, Benicarló, VinaròsLes Cases de Alcanar, Sant Carles de la Ràpita, Amposta, Deltebre, El Lligallo del GànguilL'AmpollaL'Ametlla de Mar, La Almadraba, L'Hospitalet del Infant, Montroig del Camp, Montbrió del Camp, Vinyols, Vila-Seca, La Canonja, Tarragona.

ALGUNAS CIFRAS del viaje

657,33 kilómetros
7 días
40 horas de pedaleo
3249 metros de desnivel acumulado subiendo
15,8 km/h velocidad media
42,9 km/h velocidad máxima
4 provincias recorridas
0 pinchazos

ETAPAS

Alicante-Biar. 94 Km
Biar-Gandía. 98 km
Gandía-Valencia. 95 km
Valencia-Benicàssim. 103 km
Benicàssim-Sant Carles de la Ràpita. 103 km
Sant Carles de la Ràpita-Montroig del Camp. 103 km
Montroig del Camp-Tarragona. 37 km

EL VIAJE

31/7/2013. Alicante-Biar

      En cierta ocasión, Gabriel Luna llegó ante la catedral de Toledo. Estaba amaneciendo y, en lo alto, la esbelta torre se recortaba en el azul claro del alba. La fachada del palacio del arzobispo, vulgar tal vez, y las dos torres de pizarra del ayuntamiento, de la época de Carlos V, hacen contrapunto a ese inmenso universo que es La Catedral
  En otra ocasión, tiempo después, un viajero, el viajero, se encuentra frente a otra torre, la llamada Torre del Ciprés, maciza edificación del siglo XVI en lo que era la Huerta de Alicante. Su silueta, agrietada de vetusta y olvidada, también se recorta en el azul claro del cielo, próximo ya el amanecer. Al lado hay un edificio pequeño, parece una ermita, de líneas sencillas en su portada con dovelas de piedra bien tallada. Al viajero le llama la atención precisamente eso: la talla perfecta de la piedra, la regularidad de los sillares. Pero, sobre todo, le asombra el abandono en que se encuentra, víctima tal vez del desinterés. O más bien del interés, no lo tiene claro el viajero. Lo que sí recuerda es haber visto otras de estas torres por los aledaños, aunque esta le atrae especialmente, quizás por el entorno agreste en que se encuentra y lo evocador de sus ruinas.

La Torre Ciprés en la Huerta de Alicante
A punto de emprender el camino
Aquí se aprecia la sillería de su fábrica

      La salida de Alicante le parece esta vez un tanto ruidosa por el tráfico motorizado, que le recuerda el día a día camino del trabajo. Qué extraño, realmente es temprano, piensa el viajero. Pero cuando rebasa las sucesivas barreras, esas vías rápidas a modo de modernas murallas en pleno siglo XXI, que abrazan la ciudad haciéndola inexpugnable a cualquier ataque, cuando las rebasa, entonces percibe los sonidos del campo con mayor nitidez: los pájaros, el canto de los gallos en la lejanía, el rumor del viento al mover los pequeños arbustos que crecen por doquier. Y su visión parece multiplicarse: las montañas que le rodean, las casas de campo que encuentra a su paso, la vegetación, el colorido de los campos bañados por la luz blanquecina del sol, le exigen una continua labor de enfoque ocular para retener los detalles antes de dejarlos atrás en el camino. Y el ojo responde a tales imperiosas demandas sin flaquear un instante.

Campos en torno a Verdegás
Esta casa le resulta familiar al viajero
Las murallas del siglo XXI

      Llega a Orito a la hora del desayuno, o eso le parece, pues no ha mirado el reloj. A la sombra de un algarrobo sopla una agradable brisa. Allí se sienta mientras una furgoneta toca el claxon sin parar, anunciando el pan a las puertas del vecindario. Pan casero. Rollitos de anís reza un rótulo en el lateral del vehículo. El viajero está tentado de acercarse allí y hacerse con media docena de esas anisadas delicias, con el propósito de completar así su almuerzo. Pero hay suficiente comida por el momento, piensa, mirando cómo se aleja de allí pitando de nuevo.

Esta silueta también le resulta familiar 
Descanso junto a Casa Macaco
De camino a Orito
El campo de Alicante
Masía en medio del campo
Entre chumberas y viñedos
Al pie de un algarrobo en Orito
Algarrobas
Casa en Orito
Ermita de la Aparición. Orito

      Monforte del Cid es un pueblo pequeño que tiene un gran nombre. Al viajero le viene a la memoria otro lugar, también de pomposo apelativo: Madrigal de las Altas Torres, patria de aquella reina que llaman la Católica. Monforte tiene algún edificio atractivo, al menos así le parece al viajero, pero pasa sin detenerse demasiado, rumbo a Novelda.

Casas en Monforte del Cid

  Novelda es un bonito pueblo. Las calles estrechas le atraen por su refrescante sombra y le dan pie a observar las casas que encuentra a su paso. Las que tienen alguna singularidad son escrutadas minuciosamente para encontrar algo, que siempre encuentra. La calle Mayor es la que tiene los ejemplos más atractivos, por estar allí las mejor conservadas o, mejor dicho, las más restauradas. De todos modos, el viajero prefiere otras, tal vez menos soberbias, esas que pasan más desapercibidas, en las que todavía se puede apreciar en el ambiente lo que ha poco tiempo fueron, aquellas que todavía no se han convertido en bloque de oficinas ni en ruina irreversible. Pero las que le atraen realmente son aquellas bajo cuyo umbral aparece un señor o señora, llave en mano, con la actitud decidida de quien va a comprar para preparar la comida que más tarde va a ser servida en los platos, comida que será ingerida en el comedor de la casa, misterioso y desconocido para viajeros como él.

Limpiando la puerta de casa. Novelda
Fiestas en Novelda
Balcón vacío
Detalle de una fachada
Iglesia de Novelda
Ayuntamiento de Novelda
Calle Mayor de Novelda
Contrastes arquitectónicos

      De camino a Elda se sorprende con la inesperada visión de lo que parece un templo en lo alto de un cerro. Es el Santuario de santa María Magdalena, construido al lado del Castillo de la Mola, de época almohade este, aunque su origen parece ser romano. El santuario guarda cierta semejanza con el gaudiano Templo de la Sagrada Familia de Barcelona. Al parecer, se construyó a partir del proyecto del ingeniero noveldense José Sala Sala, inspirado en el modernismo catalán. El viajero decide subir para contemplar las vistas, que a buen seguro merecerán la pena.

De camino a Elda


Santuario de Santa María Magdalena,
a la salida de Novelda
Castillo de la Mola
Es notable la influencia gaudiana
Detalle de la cabecera del edificio
Magníficas son las vistas desde el cerro
Sobrio interior del templo
El Vinalopó corre paralelo al camino
Restos de un antiguo acueducto
Llegando a Elda

      En Elda no se sabe bien dónde termina el pueblo y empieza Petrer. El viajero se pasa todo el tiempo haciendo conjeturas, pero no llega a una conclusión que le satisfaga. Le parece que Elda es más industrial y populosa, y Petrer más tranquila y menos cosmopolita, pero no sabe si es cierto, como tampoco sabe dónde está esa calle que separa los dos núcleos, esa intersección donde sus habitantes no saben a quien tienen que pagar los impuestos: a Elda, a Petrer... o a los dos. Ciertamente, piensa, Elda y Petrer es la gran conurbación de la provincia de Alicante.

Elda. Iglesia de Santa Ana
Restos del castillo de Elda
Paso sobre el Vinalopó
De camino a Sax
Guiñapo descolorido

  En Sax no para, por conocerlo ya, y se dirige rumbo a Villena, donde compra algunas vituallas para la merienda que va a tomarse en un céntrico parque de la villa.

Sax
Buscando el camino a Villena
Restos de empedrado 
A lo lejos se divisa Villena
Parada a merendar en Villena

      Dada la hora no se entretiene mucho, pues todavía hay que llegar a Biar, según sus cálculos. Le gustaría quedarse más tiempo para conocer de boca de los lugareños algo más de Villena y subir a pie a sus castillos, que tiene dos. 
  Biar es, sin duda alguna, la joya de toda esta región fronteriza del valle del Vinalopó. Su singular emplazamiento y la configuración urbana del núcleo histórico producen en el viajero el efecto de un imán. Le vienen a la cabeza otros lugares de belleza similar: Alquézar, Alcalá de Júcar... En estos y otros casos similares el tejido urbano no se ha modificado prácticamente desde su origen, mostrándose la ciudad orgullosa y altiva ante el paso del tiempo.

Biar en la lejanía
Por la antigua vía del Xixarra
La vía surca la llanura del valle
Río Vinalopó
Imponente, el castillo de Biar
Imagen de Biar al atardecer
Puesta de sol
Callejuela
Anocheciendo en Biar
La fortaleza
Nuestra Señora de la Asunción. Biar
Portada renacentista de la iglesia
Imagen nocturna de Biar

      Se imagina cómo sería la vida en un lugar así hasta hace apenas una centuria, sin agua corriente, en esas calles empinadas, entonces embarradas y algo más sucias tal vez, con animales, algunos domésticos y otros no tanto, pululando por doquier... Pero sin coches. Ese es el precio que hay que pagar por tener todo lo demás. Pero el viajero no cree que sea un precio tan elevado. Todo lo contrario. Piensa que todo ello, y el coche por supuesto, evita que se produzca un éxodo masivo de esos lugares por los que parece que no pasa el tiempo. Le gusta la gente que ha decidido vivir allí, de ese modo.



1/8/2013. Biar-Gandía

  Al viajero le sorprende la capacidad de Jean Laurent para capturar con su cámara la luz de los diferentes momentos del día. Piensa en algunas de las instantáneas tomadas a lo largo y ancho de la Península Ibérica y se siente maravillado. Se acuerda en concreto de una imagen de Orihuela con un río Segura resplandeciente; o la fotografía del Artificio de Juanelo tomada en Toledo hacia 1865. Ayer, sin ir más lejos, tuvo el privilegio de ver cómo Biar iba cambiando poco a poco a medida que el sol se iba escondiendo. Solo por puro placer, por reflejar diferentes perspectivas de Biar capturando esa luz cambiante, dispara una y otra vez el obturador de su cámara, sabiendo de antemano que el resultado no quedará ni a la altura del betún del gran genio francés. Pero eso no es lo que importa. Hoy, cuando parte en busca de caminos que recorrer, aprovecha para completar esa serie de instantáneas con alguna de ese momento mágico que es el amanecer.

Imagen de la villa al amanecer
Plaza de España. Biar
Torre de la iglesia. Biar
Iglesia. Biar

  La ruta transcurre por antiguos trazados ferroviarios, atravesando cumbres, valles, llanuras, todo inundado de frondosa naturaleza y rocosas montañas. Mucho camino, muy bonito, un tanto pedregoso en ocasiones, asfaltado como si fuera el rostro rasurado de un reverendo en otras; acompañado de olivos y almendros muchas veces, y otras, en cambio, ya en el tramo final cercano a Gandía, de naranjos y palmeras. El río Serpis es el gran compañero durante un buen trecho. Al final, de tanto verlo y oírlo, no puede pasar sin pegarse un chapuzón cuando encuentra un lugar para ello y quitarse el calor que lleva encima. 
  En el tramo inicial, cerca de Beneixama, la frescura de la mañana y la llanura le hacen disfrutar de los campos un buen rato. Al pasar por el Salze, la vegetación que atrae el Vinalopó es un toldo que le protege del sol. 

Suaves montañas acompañan al viajero
El sol acaricia los campos
Recta interminable hacia Beneixama
Beneixama y la sierra de la Solana
Chimenea de la Fábrica de Conca. El Salze
El Salze, pedanía de Beneixama
Iglesia. El Salze
Frondosa vegetación en torno al río Vinalopó

      Una gran recta le lleva hasta Banyeres, cuyo castillo y población se remontan al período musulmán, como tantos otros. Banyeres, de un golpe de vista, a los lejos, parece de nuevo Biar, con las calles estrechas apiñadas en torno al espolón rocoso. Luego se ve que es diferente, aunque no hay que quitarle mérito alguno.

Hacia Banyeres de Mariola
Banyeres

            La imagen de Bocairent desde el camino es otro espectáculo. El viajero decide no entrar, por continuar su camino, con la condición de volver allí con más pausa para deleitarse con un paseo por las tortuosas callejuelas de la villa, otro ejemplo más de origen musulmán.

De camino a Bocairent
La estación de Bocairent, convertida en hotel
Vista de Bocairent desde el caminio
El caserío y la ermita del Santo Cristo
Delicioso paseo entre el verdor
Atrás queda ya Bocairent
Agres
De camino a Muro  

      La sierra de Mariola queda siempre a su derecha hasta llegar a Muro, lugar donde hace una parada larga para comer y dejar que pase el calor. Desde allí se ven aún las últimas estribaciones de la sierra, imponentes por cierto.

Camino paralelo a la sierra de Mariola
Muro. Edificios de la vieja estación
Plaza de Matzem. Muro
Muro de Alcoy
Iglesia de Muro
Vista de Muro desde el camino

      Entre el barranco de La Almudaina, a la derecha, y la sierra de Benicadell, a la izquierda, el camino transcurre entre olivares, con un sol que no perdona.

A lo lejos se divisa Gaianes
Camino de Beniarrés
Mucho calor, en Beniarrés

      En Beniarrés el viajero decide parar un rato, aturdido por este calor, con el fin de salir ileso de la aventura y poder contar todo lo que ha visto. De origen musulmán y conquistada después por Jaume I en 1253, Beniarrés tuvo población morisca hasta que en 1609 fueron expulsados todos por el rey Felipe III, tras haber sido obligados a convertirse al cristianismo más de cien años antes por otros monarcas, los Católicos. Siguiendo el camino hacia L'Orxa, el viajero encuentra algo inesperado y totalmente desconocido: el castillo de Perputxent, presidiendo el valle del mismo nombre. Es una fortaleza de origen musulmán construida a finales del siglo XII, propiedad del caudillo al-Azraq, vasallo de Jaume I. Después pasó a manos de la Orden del Hospital y, posteriormente, a la de Montesa. El viajero se siente impresionado por esta fábrica, en medio de tan ásperas e inaccesibles montañas. Al acercarse puede apreciar el estado de ruina en que se encuentra el castillo, y no quiere pensar cómo estará de aquí a dos décadas si no se hace nada para salvarlo.

Antes de adentrarse en las montañas
Almendros y olivos orlan el camino
A lo lejos se divisa el castillo de Perputxent
Ruinas de la fortaleza
Edificio ferroviario junto a la vía

      A la altura de L'Orxa, el valle se estrecha y el Serpis serpentea como loco, entre la sierra d'Ador, a la izquierda, y la sierra del Azafor, a la derecha. Es la parte más abrupta y, tal vez, la más impresionante de este antiguo trazado ferroviario que sigue el curso fluvial del Serpis hasta su desembocadura en Gandía.

El camino corre paralelo al río Serpis
Hacia el Barranco del Infierno
Impresionante es este tramo del recorrido
Abrupta naturaleza
La vía se adentra en la angostura del valle
El rumor del agua invita al baño
Restos de la antigua infraestructura ferroviaria

      Cuando el paisaje se abre hacia el mar, a la altura de Villalonga, a lo lejos se puede apreciar en el horizonte su claridad azul. Es entonces cuando aparecen las primeras palmeras, olvidadas como las tenía ya el viajero. Y, en breve, los naranjos, que permanecerán a su vera durante largo tiempo.

Atrás queda el Racó del Duc
Camino entre naranjos

      En Beniarjó se percibe ya el ambiente característico mediterráneo de las poblaciones costeras de Valencia, concretamente estas de la comarca de la Safor, que el viajero conoce desde pequeño. Cuán diferente es todo esto a lo que ha visto a lo largo el día: las casas, los árboles, las calles. Le resulta especialmente llamativa la variedad de azulejos que recubren las fachadas de las casas, a modo de zócalo en ocasiones, como material que cubre toda la fachada en otras. No es que le guste especialmente, pero le llama la atención.

Calle en Beniarjó
Beniarjó
Casas en Beniarjó
Fachadas. Almoines
Fachada decorada en tonos marrones. Almoines

      Gandía es el término de esta jornada. Otra vez se encuentra al nivel del mar, como cuando partió. ¡Parece que han pasado meses y solo han sido dos días! Ha costado llegar hasta aquí, pero ha merecido la pena. Ahora queda descubrir los tesoros que encierra la costa, en dirección norte, con el mar siempre a la derecha. Está seguro de que no le defraudará, a él, que estima tanto el interior. 
  La noche la pasa en una pensión de mala muerte, lo que ha encontrado, que no había otra cosa en esta villa, otrora cabeza del dudado de los Borgia. Pero al menos la habitación tiene una ventana a la calle para respirar.

En Pensión Alberto dicen esto
Y también esto, dirigido a los fumadores 



2/8/2013. Gandía-Valencia

  Cuando suena el despertador salta el viajero de la cama y, rápidamente, prepara todo para salir de allí. No ha dormido mal, la verdad, gracias a que pegó la cama a la ventana, pero en el interior de la habitación el ambiente, aun a esas horas tempranas, parece hervir a fuego lento.
  La mañana se le presenta atractiva: atravesar la Albufera de Valencia, repleta de caminos y que tantas ganas tiene de conocer. Después de dar una vuelta por Gandía y sacar alguna foto, se dirige rumbo al norte, paralelo a la costa.

Suburbios. Gandía
Torre de una iglesia en Gandía
Bonita combinación de colores y materiales
Ya ha amanecido en Gandía
La Gandía desconocida para el gran público
Paseo de las Germanías: el corazón de Gandía

      El paisaje es muy diferente al del día anterior: ahora las montañas quedan atrás y las perspectivas se abren hacia el mar. La Gandía de Martorell da paso a los campos todavía no azotados por el sol. Al poco, aparece a lo lejos la silueta de un castillo. Es el castillo de Bairén, también llamado de San Juan que, al parecer, fue la fortificación más importante de toda la región de la Safor durante el periodo de dominación islámica. El viajero no sube, no por faltarle interés ni ganas, pero está embrujado con la idea de la Albufera y así se pierde las magníficas vistas que desde allí debe de haber de toda la costa y la llanura.

Paisaje de la Safor
Castillo de Bairén, próximo a Gandía
La casa del Sindicato
Aproximándose a la Marjal de Gandía

Un ave echa el vuelo a su paso, asustada. Tiene el aspecto de una cigüeña, con largo pico puntiagudo. Pero el viajero no sabe cómo se llama, es ignorante en el mundo de la ornitología, lo reconoce, tiene que hacer algo, piensa, no puede seguir así, llamando cigüeñas a las aves de pico largo y puntiagudo. Quizás sea un ave migratoria, conjetura, y pare en estos humedales a descansar huyendo de climas extremos. Tal vez. Ciertamente no lo sabe. Lo cierto es que admira la privilegiada perspectiva que tiene sobrevolando el mundo de parte a parte. 
      Desde esta zona húmeda, la Marjal de Gandía, ya prácticamente hasta Valencia todo el campo está inundado. Es sorprendente la cantidad de tierras con cultivo de arroz. Con razón la paella es valenciana, piensa el viajero, y su cuna esta aquí, en la Albufera. Luego se comerá una, tal vez.

La Marjal de Gandía, espacio natural protegido, de momento
Rumbo a Cullera
Limonero
Avanzando a la sombra
Naranjo
Aparece en escena el cultivo de arroz
Agradables caminos entre los arrozales
A lo lejos se ve la Montaña de las Raposas, al sur de Cullera,
última estribación del Sistema Ibérico antes de llegar al mar


  Un hombre explica al viajero algunos pormenores sobre este cultivo y, ante sus dudas, le aclara que la Albufera empieza al otro lado del río, el Xúquer, o el Júcar, que es el mismo. Hacia el diez de septiembre se recoge el grano, qué va, todavía no ha salido, dice, mientras se quita la camisa mostrando los vestigios de una hernia pasada, y se pone otra que aún no ha experimentado lo que es un buen centrifugado.

Cómodos caminos llevan a Cullera

      Unos hombres, de patas en los arrozales, siegan hoz en mano. El ambiente descrito por Blasco Ibáñez en su magistral novela Cañas y Barro puede verse ya aquí. Pero la enorme Montaña de las Raposas anuncia la cercanía de Cullera y le saca de estos pensamientos, dirigiéndose hacia allí.

Cullera
Río Júcar en su desembocadura en Cullera

      Cullera, que el viajero asociaba con turismo de playa en exclusiva, le sorprende positivamente. No se puede negar ese turismo, claro está, pero las calles céntricas, presididas por el castillo, bulliciosas a esas horas de la mañana, un ir y venir de comerciantes y compradores y, a cada calle, la ladera escarpada, repleta de chumberas, que asciende hasta la base pétrea de los muros, ha tiempo defensivos, todo eso le sugiere la ciudad musulmana que debió de ser, y está encantado de pasearse por allí.

Castillo-santuario de Cullera
Cullera. Plaza de la Libertad
El castillo vigila incansable la ciudad
Iglesia de los Santos Juanes. Cullera
Un tentempie

      Pasado Cullera, una enorme llanura se abre ante sus ojos: campos y más campos de un color verde intenso, surcados por infinidad de caminos y alimentados por las acequias que, a modo de tupida red, lo cubren todo. Es la Albufera. Aquí y allá encuentra hombres medio agachados que no sabe muy bien lo que hacen. Al extremo derecho, algunas edificaciones indican dónde está la playa. Y a la izquierda, en la lejanía, los vehículos que van y vienen ponen límite a este oasis, ciñéndolo fuerte para que no pueda escapar. Más allá, como si fuera un segundo cinturón, las montañas abrazan suavemente esta Albufera tranquila.

Trabajadores en la Albufera
Las aves se esconden entre los cultivos
Esta moto le recuerda al viajero a su abuelo,
que tenía otra azul
Verde
Antigua fábrica
Atravesando la Albufera
La Montaña de los Santos, única elevación en la verde planicie
Una parada 
Al viajero le parece un agradable lugar para vivir

                El viajero está observando el paisaje cuando le vienen a su cabeza las descripciones que hace Blasco en su obra: los campos de arroz, la mansedumbre del lago que todavía no ha llegado a ver... Todo ello contrasta con lo trágico de los hechos narrados. Mira por doquier y le parece ver al borracho Sangonera agachado en un ribazo, al tío Toni echando capazos de tierra en el tancat, ayudado por la silenciosa Borda; cree oír el disparo certero del tío Paloma, abatiendo algún collverd. Pero todavía está lejos el Palmar, y el lago, que es por donde navegaría el veterano cazador en compañía de su nieto Tonet, que percha sin parar.
Unos hombres salen de los arrozales a su paso y le dicen algo en una jerga que no llega a entender. El viajero le pregunta a uno de ellos sobre el trabajo del arroz, toca dur guants perquè talla, le contesta, mostrándole las manos arañadas por las largas y afiladas hojas. Lleva escarpines en los pies, a la manera de los surfistas, y unos guantes que echan agua por todos lados. Sus ojos, de un azul transparente, emanan vitalidad, juventud, a pesar de su avanzada edad. Se despide el viajero, dirigiéndose al Perelló, pues no quiere perderse nada.

El Perelló
Casas en El Perelló
Puerto del Perelló

      Después se vuelve loco para llegar al Palmar, pues todo está lleno de canales que le impiden continuar.

El estanque de la Plana
Buscando el camino hacie El Palmar
Uno de los infinitos canales que surcan la Albufera
Llegada al Palmar

      El Palmar son dos calles, largas, paralelas, rodeadas por sendos canales que la convierten en una isla en un mar de arroz. Los nombres de las calles son todos sugerentes al viajero: Plaça de la Sequiota, Carrer dels Redolins... Allí pregunta a un hombre pícaramente sobre el significado de esta calle. Para su asombro, se entera de que todavía sigue haciéndose el tradicional sorteo de los redolins, en esa misma calle, que decide la suerte de los pescadores cada año. Quién sabe si habrá ahora otro Tonet que tenga la suerte de conseguir la Sequiota, el mejor lugar para la pesca, y se asocie con otro Canyamel para sacar el mayor beneficio posible, aunque luego todo cambiara...

El Palmar
Plaza de la Sequiota
Iglesia del Palmar
Calle que evoca el tradicional sorteo
Casas en la calle de los Redolins
Motivos geométricos en los azulejos que decoran las fachadas
Otro ejemplo de coloridos azulejos
El viajero lo prefiere desnudo
Barcas de pescadores en El Palmar
Otra calle

      Ya no son barracas las casas del Palmar, ahora son unas casitas de dos pisos, generalmente, con entrada en la calle principal y otra accesoria que da a las calles extremas de los canales. Sus fachadas, adornadas con zócalos de los más variados azulejos, sorprenden otra vez al viajero por su curiosa estética. Saca con su cámara algunas fotos de los ejemplos que más le gustan, como recuerdo, aunque nunca los olvidaría. Cuando sale del pueblecito se dirige hacia el norte, en busca del lago. Cruza la Sequiota, ancha como un río y, en breve, tiene ya ante sus ojos la superficie lacustre, estática, brillante, que se pierde difuminada al otro lado, donde están las montañas. Allí está un buen rato, contemplando el escenario que tiene delante: el agua, los carrizales como islotes en medio del lago, las montañas, empequeñecidas por la inmensa superficie que parece poder cortarse a cuchillo. Entre las cañas, flotando, ve un pez muerto. De inmediato, se imagina el espeluznante final de la novela de Blasco.

Una moderna barraca
¿Será esta la Sequiota?
El lago

      El bosque de la Devesa, o Dehesa, como pensaba el viajero, es un universo aparte. A lo largo de diez kilómetros, a escasos metros del mar, del cual lo separan unas dunas, se ve rodeado de una frondosa naturaleza que da sombra al camino que sigue y le llevará, sin interrupción, a Valencia. Es el Camí Vell de la Devesa, que unía Valencia con el Perellonet.  A la altura de la Gola del Pujol, gran canal que comunica la Albufera con el mar, está el Muntanyar del Pujol, ejemplo de ecosistema dunar del bosque que se salvó de ser arrasado cuando se llevó a cabo el plan de urbanización de 1965. Es un montículo de unos diez metros de altura, al lado del lago artificial que se construyó para albergar el futuro puerto deportivo. A pesar de toda esta manipulación de la naturaleza, el paseo a través de la pinada es muy agradable y satisface al viajero exigente.

Hacia el bosque de la Devesa
La Gola del Pujol
El camino corre paralelo al mar 
Un agradable paseo por el bosque
Algunos parajes son especialmente bellos
Dunas al lado del bosque
Desde aquí a Valencia en bici es un auténtico placer
El camino serpentea entre las dunas y el bosque

      La entrada en Valencia es impresionante, con unas infraestructuras para bicicleta inusuales en este país. El viajero va directamente a la zona que más le gusta de la ciudad: la plaza del Mercado, la lonja, la catedral, la plaza Redonda... Por suerte encuentra un aposento justo detrás del edificio de la lonja, lo que le permite disfrutar más del lugar a la caída de la tarde.

El puerto de Valencia
Sorprendente carril bici a la entrada de Valencia
A lo lejos se puede ver la Ciudad de las Artes y las Ciencias
Iglesia en el antiguo núcleo de Nazaret
Paso sobre la vía del tren
Curiosa mezcolanza arquitectónica
El Ágora, genial idea de Santiago Calatrava
Un gran esqueleto de hierro
A las puertas de la Ciutat Vella
Basílica de los Desamparados y cimborrio de la catedral,
con el
Miquelet al fondo
El viajero se pierde dando vueltas en el laberinto de calles
Valencia. El Miquelet de la Seu
Plaza de la Reina
Lonja de la Seda, en Valencia
Ángel músico de la Lonja
Animal fantástico, provisto de dos alas y una buena dentadura
Vista de las fachadas de la calle Cordellats
Vista nocturna de las torres de Quart en Valencia
Los Santos Juanes, en la plaza del Mercado
Detrás de la Lonja
Animada plaza de Lope de Vega en Valencia
  


3/8/2013. Valencia-Benicàssim






      A la mañana siguiente, muy temprano, se dirige al mercado para comprar provisiones para el camino. Al cruzar la plaza, todavía penumbrosa, tiene la sensación de ver una sombra, un bulto ágil que se mueve con decisión, como el que conoce el terreno que pisa. Doña Manuela, envuelto el busto en el abrigo, piensa el viajero. Los límites entre la realidad y la fantasía son borrosos, imprecisos, débiles y, en ocasiones, parecen no existir. Otra vez más, los personajes de Blasco parecen pulular como fantasmas, ahora por las calles de Valencia, la Valencia de hace 120 años, cuando aún no estaba construido el actual edificio del mercado, inaugurado en 1928, pero cuya plaza era el lugar donde los habitantes acudían ya para realizar sus compras, como muestran antiguas fotografías de la ciudad. Al viajero le gusta recorrer las calles de las ciudades descritas en la literatura, descubrir los espacios que ya han sido creados antes en su imaginación.

Mercado Central de Valencia
El viajero sale por la calle de Quart
Uno de los numerosos puentes que cruzaban el Turia

      Tras comprar unas frutas en este mercado de hierro y cristal, busca la salida de la ciudad en direccion a Alboraia. Cerca de este pueblecito, antes rodeado de huertas, encuentra a unos ciclistas que van camino de Puçol, con los que comparte un trecho del camino, en amena conversación sobre rutas y paseos diversos realizados por cada uno. El paisaje en este tramo de las afueras de Valencia está protagonizado por pequeñas huertas salpicadas de modernas edificaciones que conviven con las tradicionales casas de campo que, fortuitamente, han salido ilesas de la marea constructiva. Estas casitas, piensa el viajero, antes serían barracas, construidas con barro, encaladas de blanco y con techumbre de paja, como la que debió de tener Pimentó.

Casas a las afueras de Valencia
Alboraia
Fachada de una casa, tal vez en Meliana
Esbelta torre, la de la iglesia de Benimagrell

      Meliana, Museros, Massamagrell, la Pobla de Farnals son algunos lugares por los que pasa rumbo a Puçol, y solo se detiene para contemplar desde el camino la silueta de sus iglesias con cúpulas de azulada teja, tan típicas por allí. Cuando está desayunando en Puçol, el cielo cubierto de nubes comienza a salpicar lentamente el suelo de sonoros goterones. A la puerta de la iglesia, piensa el viajero, allí no nos mojamos. Pero hace calor, a pesar de todo, y decide echarse al camino, confiando en que los dioses no descargarán su cólera sobre él. Y no se equivoca: una leve llovizna le acompaña a ratos durante kilómetros, lo que le resulta más bien agradable.

Masamagrell. Campo de naranjos
Puçol
Torre de la iglesia de Puçol

      Sagunto se ve a lo lejos como un conjunto fortificado que corona una alargada loma. Es su impresionante castillo, donde aún quedan vestigios de su riqueza histórica: Arse, el núcleo ibero primigenio; Saguntum, la populosa ciudad romana; Morbyter, denominada así por los musulmanes en honor a su glorioso pasado que, por cierto, no se mantuvo por mucho más tiempo, comenzando por esas fechas, el siglo VIII, su decadencia a favor de la cercana Balansiya. Es curioso cómo todavía la toponimia de la región alude a este período musulmán de su historia, conociéndose la comarca como Campo de Murviedro, o Camp de Morvedre, los muri veteri de la Edad Media.

De camino a Sagunto
Vista del castillo de Sagunto
La Morbyter musulmana
Escarpada y llena de chumberas, la ladera del castillo
Vista del Puerto de Sagunto desde el castillo
Antigua puerta de entrada a la ciudad
Arse, Saguntum, Morbyter
Calles en curva que rodean la fortaleza
Iglesia de Santa María, donde antes se alzaba la mezquita mayor
de
Morbyter






      El camino transcurre apacible, bajo un cielo amenazador que el viajero, a buen seguro, agradece. Cerca de Almenara le parece ver una garza real, aunque no está muy seguro. Sea lo que sea, se queda perplejo ante su belleza y, reconociendo su ignorancia, se plantea de nuevo cultivarse un poco en temas de fauna, que nunca está de más. Llega a la playa de Xilxes, que está muy apagada. Unas gotas de lluvia, que caen tímidas y escasas, son suficiente para que los pocos bañistas, hartos de tomar la sombra durante la mañana, salgan en desbandada de allí, en busca de cobijo. El viajero no lo entiende, quizás porque él haría lo contrario, justamente ahora que se está fresquito allí. Por un momento, sin embargo, duda, viendo a todos camino de sus casas, y cree que debe hacer un alto en el camino hasta que amaine el delicado temporal. Pero sigue haciendo calor, piensa, y si se moja un poco no va a pasar nada, es agua fresquita y, además, tiene fe en que no va a caer un aguacero. De modo que, montando de nuevo en su jumento, prosigue tranquilo. No se ha equivocado, piensa satisfecho, mojarse con agua de lluvia es mejor que ir empapado de sudor.

Torre en ruinas cerca de Sagunto
Humedales cerca de Almenara
El cielo gris hace el camino más placentero
Bonito colorido, el de los campos húmedos
Nubes amenazantes
Recta hacia Xilxes
Playa de Xilxes
Cae una ténue llovizna

      El ambiente húmedo es agradable, pero se hace largo este tramo hasta Borriana, pasando por Moncofa. Hasta el punto que el viajero, visionario, cree que aquello a lo que se aproxima es Castellón, o Castelló, y, prudentemente, pregunta a un hombre que va en bicicleta: això es Borriana? El paseante parece indignado al escuchar semejante pregunta, tantas veces habrá pasado por allí durante tantos años que le parece mentira que alguien pueda tener la mínima duda de que no sea Burriana, o Borriana, que es lo mismo.

A Moncofa
Calle de Moncofa
Vieja Montesa en Moncofa
Revestimento de azulejos decorando
la planta noble y la terraza de una fachada

Iglesia de Borriana
Ermita de Santa Bárbara, cerca de Borriana

      El viajero, que ya se lo temía, tendrá que esperar todavía para llegar a la ciudad de Castellón. Antes, de camino a Almassora, tiene que cruzar el río Millars, también conocido como Mijares.

En busca del río Mijares
Almassora, al otro lado del Millars
Finca al lado del río Millars

      Transcurridos unos cuantos kilómetros en paralelo al río, sin rastro de puente por donde poder cruzarlo, teniendo la vista de Almassora continuamente allí, al lado pero inalcanzable, viendo cómo desaparece ya de su vista y queda atrás, decide parar y cruzar por donde sea: vía de tren, barbecho, campo de hierbabuena y todo. Ya está, ahora puede llegar a Almassora sin problema. Y de Almassora o Almazora, a Castelló, que no queda nada. Al viajero le resulta un poco incómodo tanto nombre, no sabe con cuál quedarse, pues unos le suenan mejor en castellano y otros en valenciano. Quizás cada lugar debería llamarse de una única manera, universal: Almassora, London, Firenze, New York, Sevilla, Antwerpen, de ese modo todo el mundo se entendería mejor, piensa. Bueno, tal vez esté equivocado.
      Castellón está durmiendo la siesta cuando llega y para él es el momento de comer. En la plaza Mayor, con la catedral, el mercado central y el ayuntamiento como paredes, saca sus queviures y come un bocado. Le llama la atención la torre de la catedral, exenta, como un minarete musulmán, que tiene delante mientras come sentado en un banco. Al parecer, es conocida la torre como el Fadrí, símbolo de la ciudad, de planta octogonal y rematada a finales del siglo XVI. La catedral, o más bien la concatedral, dedicada a santa María la Mayor, tiene una triste historia: templo gótico en sus orígenes, incendiado en 1936 y derribado después, lo que se ve es una reconstrucción basada en las trazas del templo desaparecido.

Catedral de Castellón
Mercado Central de Castellón
El Fadrí
En la plaza Mayor
Detalle de viviendas en una calle de Castellón
Otra calle. Castellón

      El viajero piensa llegar a dormir a Benicàssim... o Benicasim. El camino hasta allí es un carril bici que le lleva al Grao de Castellón y otro que conduce a Benicàssim. El lugar donde pasa la noche, frente al mar, aunque en segunda fila porque tiene delante la escuela de vela, se asemeja mucho a una villa y su tranquilo aposento le permite dormir profundamente, que es lo importante. 




4/8/2013. Benicàssim-Sant Carles de la Ràpita

  A hora temprana, como acostumbra el viajero, deja Benicàssim en dirección norte. Este será un día de grandes contrastes: paisajísticos, urbanísticos, orográficos, cuyo camino transcurre paralelo a la costa, aunque el mar desaparezca de la vista en muchas ocasiones.
      A la salida de Benicàssim le llaman la atención las villas situadas frente al mar, en el paseo marítimo. La mayoría de ellas debieron de ser villas de recreo de familias adineradas, piensa el viajero, que eligieron semejante privilegiado lugar para construir sus casas de veraneo. Cerradas las más de ellas, aunque vivas aún, le transmiten la sensación de algo perecedero, caduco, a la vez que señorial y refinado. Una de ellas es especialmente llamativa por su descomunal tamaño, y por el enorme pino que señorea a su entrada porticada. Al final del paseo marítimo, volviendo la mirada, se puede apreciar una bonita vista de la playa de Benicàssim hasta el Grau de Castelló, que apenas sí se distingue en el brumoso horizonte.

Amanecer en Benicàssim
Torre de San Vicente, del siglo XVI, en Benicàssim.
Una de las muchas torres que guardaban la costa
Villa Vicentica en la playa de Benicàssim
Impresionante villa frente al mar
Vista de la playa de Benicàssim
A lo lejos, el Grao de Castellón

      Circulando por calles de reciente urbanización, que le hacen subir y bajar sin parar, se divisa la torre de la Colomera, a orillas del mar, construida en el siglo XVI para defenderse de la piratería berberisca. Otra torre existe allí cerca que no llega a ver el viajero, llamada de la Cordada, restaurada y de más fácil acceso que la de la Colomera. Ahora, al parecer, toda esta zona de pequeñas colinas a pie de mar que está siendo devastada, sepultada bajo caprichosas curvas y rectas de oscuro alquitrán con el fin de acceder motorizados a las sucesivas cimas, quiere ser cubierta con chalés de lujo. De momento no hay muchos, gracias a la falta de potentados clientes que compren terrenos y construyan con los bolsillos rebosantes de billetes. Pero ahí están esperando los montes, con resignación y temor, ellos que nunca antes habían temido a los terribles piratas que surcaban los mares.

Zona virgen no afectada por la Ley de Costas
A dos pasos del mar, también podemos construir
Torre Colomera, vigilante aún
Chalés en Benicàssim

      Por la vía verde llega a Oropesa, ciudad de veraneo donde las haya. Bordeando la costa por el Morro de Gos encuentra un grupo de impertérritos gigantes de ladrillo que parece quieren mirarse en el espejo del azulado mar. El camino continúa en dirección a Torreblanca. Es curioso cómo algunas zonas, sin razón aparente, de forma aleatoria y sin explicación, han sido arrasadas por la urbanización desenfrenada. Ocurría antes junto a la torre Colomera, con su especial orografía, y ocurre ahora al lado del Prat de Cabanes, zona de marismas y humedales situada justo al norte: la gran Marina d'Or, con sus hoteles y sus elevados bloques de apartamentos es una ciudad al lado del mar.

Oropesa. Los narcisistas gigantes de ladrillo
Detalle de uno de esos gigantes
Torre en Oropesa

      Cuando pasa todo este tramo de turbulencias, el campo se muestra con todo su esplendor. Paralelo al mar, que se ve como un destello metálico en el horizonte, los caminos le llevan a Alcossebre, a los pies de la sierra d'Irta. No se detiene demasiado allí, deseoso de cruzar la sierra que desembocará en Peñíscola.

De nuevo los campos, tras la Marina d'Or
Apenas sí se ve el mar en el horizonte
Un gato negro
Como guardianes, los gatos salen al camino
Edificios asomados al mar
Esqueletos
De camino a Alcossebre
El viajero se encuentra ante la Sierra de irta

      La Sierra de Irta es uno de los mayores atractivos de esta jornada. Pegada al mar, formando pequeñas calas de límpidas aguas y rocosos acantilados, la sierra envuelve al viajero con la fragancia de sus matorrales y el verdor de sus pinos. El camino que sigue no se adentra demasiado en la montaña, teniendo siempre como un balcón desde donde asomarse al Mediterráneo, que se muestra de un azul radiante, lleno de luz. En la lejanía se puede apreciar otra torre, otra de las torres vigía, conocida como torre Badum, de origen musulmán esta vez, al lado del acantilado del mismo nombre. Sacando unas fotos al pie de la torre, el viajero conoce a Jaume, que pasea plácidamente por la sierra. Conversando con él le cuenta su oficio de pescador y su orgullo de peñiscolano que está más que justificado: el clima, el mar, la sierra, y esa joya que es Peñíscola, con sus blancas casas recortadas sobre el azul del mar. Le confiesa que no cambiaría lo que hace y lo que tiene por nada del mundo. El viajero le entiende perfectamente.

Atravesando la sierra
Abundan los palmitos por allí
El camino va paralelo al mar
La torre Badum y Peñíscola al fondo
Merece la pena una buena parada
Aguas transparentes
La torre Badum, bonita atalaya
Acantilados de Badum, en la sierra de Irta
La torre, impertérrita
Detalle de su fábrica
Jaume, peñiscolano amante de la naturaleza


  Andando un poco más, la silueta de Peñíscola aparece señera en el horizonte. Peñíscola hace tiempo estaba unida a tierra firme únicamente por una estrecha lengua de tierra, un istmo que llevaba al inexpugnable peñón sobre el que se asienta el castillo, que en días de tempestad desaparecía, convirtiéndola en una isla. Ya los griegos la llamaron Quersónesos, que significa península, y a través de su puerto hacían llegar productos que intercambiaban con el vino y el aceite de oliva que los pobladores iberos cultivaban. Cartagineses, romanos, bizantinos y musulmanes se fueron sucediendo en este enclave tan preciado. Tras la conquista en 1233 por Jaume I, se construyó el castillo templario sobre lo que había sido alcazaba musulmana, promovida su construcción por fray Berenguer de Cardona, maestre de la Orden del Temple, y Arnaldo de Banyuls, comendador de Peñíscola por aquel entonces.

Numerosas calas y pequeños cabos a lo largo de la costa
El Mediterráneo
Peñíscola
Redes de pescadores
Entrando en la ciudad del papa Luna
Por lo menos ha llegado a Peñíscola, que no es poca cosa
Recorriendo sus estrechas calles empinadas
Iglesia de Santa María, 
Vista de la Peñíscola moderna, también encaramada a la montaña
La basílica pontificia
Pedro Martínez de Luna y Pérez de Gotor, sobre la roca de su castillo
El castillo templario
Balcones
Vista de la sierra de Irta desde Peñíscola
El puerto de Peñíscola

      El viajero se quedaría más días allí, como hizo don Pedro de Luna, el papa Benedicto XIII, tras abandonar su palacio de Aviñón, terco como un mulo al no querer dimitir y reconocer al cardenal romano Oddone Colonna como el nuevo papa Martín V, elegido en el concilio de Constanza. Fue una sabia decisión la del papa Luna, piensa el viajero, imantado por la energia del lugar. Pero lo más sensato en esos momentos, habiendo comido y paseado tranquilamente por las frescas calles, es continuar el camino, piensa satisfecho, tal vez porque en el fondo sabe que volverá, que no se despide para siempre.
  El camino hacia Benicarló se hace llevadero, por un carril bici plagado de stops. Le gusta su iglesia, con sus arcos a modo de arbotantes entre cupulillas en las naves laterales, y su torre exenta, como el Fadrí de Castelló.

De camino a Benicarló
Iglesia de Benicarló
Detalle de las cúpulas laterales
La torre, también exenta como el Fadrí

      Siguiendo más al norte, llega a Vinarós, que al parecer fue una alquería de los Beni-al-Arus, perteneciente a Peñíscola. No se detiene en esta Bynalaroç, pues es tarde ya y quiere llegar a tierras catalanas para pernoctar.

Rumbo a Vinarós
Este cartel le hace gracia al viajero, además de inspirarle temor 
Camino, cerca ya de Vinarós
Lugar de culto y oración en Vinarós
Una calle de Vinarós
En dirección a Alcanar
Probablemente sean ya tierras catalanas

      Enseguida se encuentra en Les Cases de Alcanar, desde cuyo pequeño puerto se divisa La Punta de la Banya, el cuerno inferior del parque natural del delta del Ebro. Allí, contemplando los barquitos, saca algo que llevarse a la boca y parte hacia Sant Carles de la Ràpita, donde piensa pasar la noche, si nada se lo impide.


Les Cases de Alcanar
La Punta de la Banya desde Les Cases

      Este tramo es, seguramente, el más desagradable que ha pasado el viajero en todos estos días de camino. ¡Ya hubiera querido tener allí a la nereida Tetis para poder pasar entre los monstruosos Escila y Caribdis, como hicieron los argonautas! Con su ayuda, sin duda, habría podido esquivar el dificultoso paso que se le avecinaba: la montaña, Escila, a su izquierda, empujándolo hacia el mar, Caribdis, a su derecha. No le quedaba más remedio, ya que Tetis no aparecía por ninguna parte, que ir por una carretera llena, esta vez sin mitologías, de monstruosos camiones que rugían a su paso y le echaban su aliento nauseabundo. Dos kilómetros o tres fueron, pero suficientes para que el viajero se planteara, para próximas ocasiones, echar a su equipaje una pequeña embarcación hinchable para remar hasta el próximo pueblo, en ocasiones como esta.  
      Cuando llega a Sant Carles es ya de noche, la gente está cenando en los restaurantes del paseo marítimo y el viajero no sabe dónde va a descansar esa noche, que falta le hace.








5/8/2013. Sant Carles de la Ràpita-Montroig del Camp 

      Fortuna, tocada con su cornucopia y la ruleta en su diestra mano, no abandona al viajero esa noche. Encuentra al fin un lugar donde le acogen hasta el próximo amanecer, que no se hace esperar. Casi sin enterarse pasa la noche en aquel cuarto bien aireado. Antes de dejar Sant Carles saca rápidamente unas cuantas instantáneas de sus calles, desiertas a esas horas. 


Ni un gato en Sant Carles

Bueno, uno cruza la calle plácidamente

Amaneciendo en el delta del Ebro

Puerto de Sant Carles al amanecer

      Se dirige hacia el norte, buscando un camino que le lleve al cauce del río Ebro, que tendrá que cruzar después. La idea de recorrer todo el delta es, en realidad, lo que más le atrae: atravesarlo siguiendo el curso del río desde Amposta hasta su desembocadura, llegar hasta la Gola de Migjorn, avanzar hasta las playas vírgenes de la Punta de la Banya, pasando por la Llacuna de la Tancada, para subir después hasta la Punta del Fangar atravesando Sant Jaume d'Enveja y Deltebre. Es esta una idea ambiciosa que no podrá llevar a cabo en esta ocasión, pero el delta es uno de esos parajes de los que el viajero piensa que no se despide para siempre, que volverá seguramente. Por ello se siente satisfecho con hacer bastante menos de lo que tenía previsto, suficiente para sumergirse en su atmósfera húmeda, tanto que las inevitables gafas las lleva constantemente empañadas. Las aves acuáticas, en concreto aquellas que le acompañan desde la marjal de Gandía, abundan en la zona. Escondidas entre los arrozales, emprenden su vuelo siempre a su paso, asustadas, y el viajero para en seco para admirar su planear sereno e intentar capturarlo con su cámara, lo cual nunca logra por llegar demasiado tarde. A la altura de Amposta busca el Ebro para seguir su curso hacia el mar. No sabe muy bien si llegará hasta el final, hasta la desembocadura, porque se está dando cuenta de que el delta es enorme, pero lo que le importa ahora no es recorrerlo todo rápidamente, sino deleitarse con lo que encuentre a su paso.

De camino a Amposta

De nuevo los campos de arroz

El río Ebro a la altura de Amposta

Sus niqueladas aguas son un espejo donde se miran los árboles

      Sigue el antiguo camino de sirga, que corre paralelo al río. Es este el camino que se va haciendo, ya desde las remotas épocas ibera y romana, por el continuo tránsito de animales de carga que arrastraban los llaguts, o llaüts, aguas arriba desde la desembocadura. Álamos, sauces y olmos configuran el paisaje de ribera en este tramo de recorrido hasta Deltebre. Llaman la atención al viajero los restos de una antigua noria que, según parece, se utilizó para regar los campos allí cercanos hasta mediados del siglo XIX. Los restos que de ella se conservan se encuentran al abrigo del río. 
      Cuando llega a la altura de Deltebre, justo donde está el puente que cruza el río, el viajero se plantea si continúa o no. La idea de llegar hasta el final le atrae, claro, pero piensa que aún quedan muchos lugares por recorrer y gira hacia la izquierda para cruzar el puente.

Antiguo camino de sirga junto al Ebro
La isla de Gràcia
Ruinas de un molino junto al río
Puente entre San Jaume d'Enveja y Deltebre

      Allí, una barcaza amarrada en esos momentos, apodada la Cava, le recuerda la leyenda toledana que narra el hundimiento de la monarquía visigoda en la batalla de Guadalete. Desde lo alto del puente mira hacia la desembocadura, que no se ve, hacia Riumar, acertado nombre para ese lugar rodeado de mar donde desemboca el río, piensa. Es inmenso este Ebro, que el viajero solo conocía a su paso por Zaragoza, y por Miranda de Ebro, que ya casi lo olvidaba. Para otra ocasión tocará recorrerlo desde su nacimiento, allá por tierras cántabras, que será un placer, seguramente.


Barcaza en la ribera con San Jaume al fondo

Inmenso, el Ebro

      Deltebre le parece pequeño y algo soso. Después alguien le dice que no es tan pequeño, pues se extiende varios kilómetros a lo largo de la ribera del río. De todos modos, no se detiene demasiado allí, solo para desayunar, que todavía no lo ha hecho. Cuando deja la ribera, circulando aguas arriba, se dirige hacia Camarles, como le han aconsejado. Pasa por un pueblo, el Lligallo del Gànguil, cuyo nombre, sin saber lo que significa, le hace gracia. Hasta la Ampolla todavía las posibilidades de elegir camino son muchas. Pero a partir de allí, de nuevo Escila y Caribdis van a estar presentes durante buena parte del camino. Lo que no sabe es cuánto le apretarán horas después.


Preparado para la recta final
El Ebro desde la otra ribera
Hasta aquí han sido compañeros de viaje
Una gran recta hacia Camarles
El Lligallo del Gànguil
Una iglesia en El Lligallo

      La Ampolla se encuentra al otro extremo del Delta. Como antes desde Cases de Alcanar, ahora desde la Ampolla se ve la otra punta, llamada Punta del Fangar. Desde allí, al parecer, embarcó en dirección a Roma Adria Floriszoon, también conocido como Adria de Utrecht, en julio de 1522. Decano de la universidad de Lovaina y preceptor de Carlos V, obispo de Tortosa y además inquisidor general de Aragón y Castilla, se dirigía a la Ciudad Eterna para tomar posesión de su nuevo cargo como pontífice: Adriano VI. Y eterna fue la ciudad para él, porque Floriszoon murió a los pocos meses de llegar a su residencia en el Vaticano.
   
La Punta del Fangar desde La Ampolla

      Hasta l'Ametlla de Mar la presencia nada agradable y ruidosa de los coches circulando en paralelo a su camino le acompaña de forma intermitente. Bonitos bosques de pinos cuando se adentra en la montaña y playas ocultas allá abajo, cuando desciende hacia el mar, son la característica de este tramo, complejo por no querer subirse al asfalto de la N-340, tozudo como es el viajero. Por esos caminos se encuentra con unos funcionarios del ayuntamiento de l'Ametlla, encargados de mantener el buen estado de los bosques colindantes, o las carreteras, no lo tiene claro el viajero. Van empujando la furgoneta oficial, un viejo cacharro de color blanco sucio. Les pregunta si necesitan ayuda, a lo que ellos contestan en negativo, sudando bajo el sol de mediodía, pero con aire de saber muy bien lo que tienen que hacer. Según le cuenta uno de ellos, mientras el otro se deja caer por la cuesta para arrancar el coche, es la batería, pero ya están cansados de decirlo a sus superiores sin obtener resultado alguno. Así que, ocasionalmente, cuando paran el vehículo por el motivo que sea tienen que arrear con él después para que se ponga en marcha de nuevo, perezoso como un rucio, todo por no gastar dinero público para cambiarle la pila al coche. ¡Qué vergüenza! El viajero, cuando ve cosas como esta, siente vergüenza y se iría a vivir a otro país.


De camino a L'Ametlla
Agradable paseo entre pinos

      L'Ametlla es una agradable sorpresa. Paseando por sus calles percibe un sabor especial: los barquitos en el puerto, las gaviotas pasando por encima, la ropa tendida en los balcones, un músico tocando el acordeón maravillosamente. Le da la impresión de estar en un pueblecito de Italia, cercano y lejano a la vez, bañado por el mismo mar. El viajero se toma medio kilo de fresca sandía, como poco, sentado en un escalón, mientras escucha la música. Después de descansar un rato en el puerto, se dirige al camino, rumbo a la Almadraba.


L'Ametlla
Una calle de L'Ametlla, a la que le falta la
música del acordeón
Una gaviota en L'Ametlla
Vista de L'Ametlla desde el puerto
Zona residencial de camino a la Almadraba

      La Almadraba es un pueblecito blanco, bonito, con algún esqueleto de hormigón mirando al mar esperando que alguien le de vida. Pasa casi sin detenerse, aunque el lugar le resulta agradable, armonioso, sin gigantes de ladrillo a orillas del mar. El tramo que recorre a continuación es el que menos quisiera recordar el viajero, un episodio poco atractivo en un viaje como este. Llegado a un punto, en el que la vía rápida por la que circulan coches y camiones empieza a ser ya molesta, el camino se acaba para dar pie a otra vía de este tipo, que corre en paralelo a la anterior, separadas ambas solo por montañas inexpugnables. Por un momento, triste, piensa que el final del periplo ha llegado, pues no ve salida alguna a esa bárbara confluencia de sucio asfalto, que se ha tragado los viejos caminos por los que también la gente tiene derecho a viajar, aunque se tarde un poco más; eso es problema de cada cual. Por suerte, de mala manera, logra salir del apuro. A la izquierda tiene la llamada Serra de la Mar, con el Tossal de l'Alzina y el Molló Puntaire sobresaliendo. Cruza por unos túneles el doble cinturón hacia el mar y al poco llega a l'Hospitalet del Infant, llamado así por el hospital construido a mediados del siglo XIV por deseo del infante Pedro de Aragón y de Anjou. A la altura de Miami Platja, poco más al norte de l'Hospitalet, el viajero ha de cruzar la carretera.


Esqueletos en La Almadraba
Playa de La Almadraba
A la altura de la central nuclear Vandellòs I: la AP7, la A7 y la N-340.
Un paisaje desolador


      Por primera vez desde Valencia, que venía siguiendo los pasos de la Via Augusta, se separa de la costa para internarse en la comarca tarraconense del Camp. Por un momento piensa cómo sería esa vía empedrada, toda una autopista para los romanos, diestros conductores de cuadrigas que nunca pinchaban sus ruedas. En eso su vehículo no se queda atrás y, de existir esas antiguas vías de comunicación, no dudaría transitar por ellas.
El camino hasta Montroig es muy agradable al capvespre, como dicen por aquí y al viajero le gusta. Llano, tranquilo, fresco a esas horas, es un buen final para terminar la jornada. Aquí, el nombre de Montroig no le pruduce quebraderos de cabeza, no tiene duda en llamarlo así, y no se le ocurre decir Monte Rojo del Campo. Es curioso.


La comarca del Camp
Atardecer de camino a Montroig del Camp
      Algo le dice que Montroig le va a gustar. Pero tendrá que esperar a la mañana siguiente, temprano, para conocerlo un poco, pues llega ya cansado.



6/8/2013. Montroig del Camp-Tarragona

      En Montroig madruga el viajero con la intención de pasear por el pueblo. Pocos kilómetros le quedan ya para llegar a Tarragona, término de sus aventuras por el momento, y ve oportuno dedicar un rato a este lugar que parece querer mostrarle algo. En efecto, Montroig le sorprende por sus callejuelas irregulares y su ambiente medieval. Tiene dos iglesias. La más antigua se construyó a principios del XVII sobre los restos de un edificio anterior. Al viajero le llama la atención de ella la torre almenada que tiene adosada. Cerrada al culto, actualmente alberga el Centro Miró. Parece ser que el célebre pintor pasó temporadas en este pueblecito, donde su padre tenía una masía. Alguna de sus pinturas, de hecho, tienen títulos que lo evidencian, como Mont-roig, de 1919, donde refleja los campos próximos a la villa con la sierra de Colldejou al fondo. La otra iglesia, dedicada a san Miguel, le da la impresión de no estar acabada, o de haber sufrido algún derrumbe, pues su portada principal parece estar cortada, como si a las naves les faltara algún tramo. Puede que se equivoque el viajero.


Callejeando por Montroig
Cobertizo
Iglesia de San Miguel
Una calle de Montroig
El cartero no tiene problemas en este pueblo
Fuente en Montroig del Camp
El Centro Miró en Montroig 

      Continúa el camino en dirección a Montbrió del Camp, primo hermano de Montroig. De camino encuentra, en medio de una frondosa vegetación, una masía con aspecto de castillo que, según parece, fue centro de un núcleo existente en la Edad Media. La fábrica muestra la impronta del siglo XIX, momento en que fue restaurada siguiendo criterios historicistas. Es un bonito lugar para vivir, piensa con admiración. El camino que le lleva de Montroig a Montbrió es también de los más bellos que recuerda el viajero. En Montbrió para a comerse unas ciruelas que compra en un pequeño mercado ambulante y continúa rumbo a Vinyols.

El camino hacia Montbrió
Idílico lugar 
Al viajero le gusta este muro
La iglesia de Montbrió del Camp
Una calle de Montbrió
Vinyols
Cansaladeria
Edificio de Correos en Vinyols
Ahora en castellano: tocinería. Buen muestrario de tocinos tendrán
Aquí se toma el viajero una docena de dulces ciruelas
Agradable sorpresa de camino a Vila-Seca
Aunque en ruinas, aún mantiene su caŕacter señorial 
Parece una torre defensiva, a juzgar por su labra

      Es curioso cómo a veces una música permanece en la memoria y se repite incansable una y otra vez, como si se tratara de un gramófono que se hubiera vuelto loco. Desde que comenzó el viaje, hace ya días, una pequeña pieza del compositor argentino Horacio Cabarcos, para contrabajo y piano, con ritmo de vals, muy bonita por cierto, le viene a la cabeza continuamente, lo cual agrada al viajero pero, en ocasiones, tiene que hacer un esfuerzo para cambiar el track y salir de su ensimismamiento musical. De todos modos, en cuanto se descuida, vuelve a aparecer otra vez como un gato a la puerta de casa. No puede remediarlo.
      Vila-Seca es un pueblo agradable de recorrer. Le llama la atención la cantidad de portadas de casas con arco rebajado, que ya le parece haber visto antes por esta zona. Aunque hay constancia de actividad humana ya en época romana, la villa, según parece, se pobló a partir de la reconquista, con el rey Alfonso II de Aragón. Será de los pocos núcleos por los que ha pasado en este viaje que no hayan tenido un peso importante en la etapa islámica. Cuando sale de Vila-Seca ya está a dos pasos de Tarragona.


Vila-Seca

Torre-campanario. Vila-Seca

Portada 
Otra portada, con sus dovelas enjalbegadas
Esta es, tal vez, la que más le gusta
Ayuntamiento de La Canonja
Entrada a Tarragona por la carretera de Valencia
      La ciudad de Tarragona es una explosión de ingredientes deliciosos a los sentidos: su singular belleza, por su emplazamiento elevado junto al mar y, cómo no, su historia, hacen de ella uno de los lugares más atractivos para este viajero; sus murallas, que son la huella viva de la Tarraco romana, le impresionan cada vez que visita la ciudad; y sus rincones, que proliferan por doquier, son tantos que se hace necesaria una buena colección de instantáneas para hacerse una idea de la ciudad sin dejar de lado ninguno de ellos. Tal vez sea exagerado, pero el viajero, que parece exigente en estos temas, la sitúa junto a su preciada Toledo, tanto le gusta. Su amor por la piedra, por esa piedra que parece cobrar vida superpuesta en los muros, se ve correspondido aquí de manera generosa.


La imperial Tarraco
Impresionantes murallas
Contento se le ve al viajero
Vista de la muralla desde el interior
La plaza Pallol
Catedral de Santa María
Pétreos pilares soportan las arcadas
Todo es de piedra
Ciclópeas murallas
Realmente son grandes
¡Adiós Tarraco!




4 comentarios:

  1. Aventura, deporte, arte e historia, fotografía, escritura...... interesante mezcla. Tu Brompton es una pasada.
    Gracias por compartirlo.

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  2. Gracias a ti.
    La verdad es que esta bici da mucho juego... Algún día haré un viaje de verdad, jejeje..

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  3. El viaje es infinito. Iter infinitum est. ¿Para cuándo el tercer viaje?........... Estaré pendiente de ello.

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  4. Hay que tener paciencia... El tercero fue el verano pasado. Espero que en breve salga a la luz. Jjjjj

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