La ruta parte de Alicante, atravesando la montaña por Chorret de Catí hacia Castalla y Sax. Continúa su recorrido por antiguas cañadas reales, enlazando después con la ruta jacobea del sureste. A través de las llanuras de La Mancha llega a Toledo, destino final de este viaje.
Descarga la ruta en wikiloc
El viajero intenta transitar, en la medida de lo posible, por caminos. Así ocurre en la mayor parte del recorrido. Muchos de estos caminos están asfaltados. Son contados los kilómetros que transcurren por carretera.
Es necesario aclarar que el viajero que lleva a cabo esta hazaña es toledano desde que nació. Hace años vive en Alicante y, desde entonces, de forma más o menos vaga, ha tenido en su cabeza este proyecto. Por una u otra razón ha pasado el tiempo hasta que por fin ha encontrado el momento. Y es así como este verano ha tenido la ocasión de realizarlo.
¿Por qué no? Este viajero puede estar equivocado, pero no habría hecho la travesía en otra bicicleta.
EQUIPO
- Brompton M6L. Cubiertas Schwalbe Marathon. T-Bag para el equipaje delantero.
- GPS Garmin Edge 800
- Cámara Sony Nex-3
- Alicante - Sax
- Sax - Montealegre del Castillo
- Montealegre - Albacete
- Albacete - Las Pedroñeras
- Las Pedroñeras - Tembleque
- Tembleque - Toledo
30 horas y 42 minutos sobre la bici
15,5 km/h de velocidad media
53 km/h de velocidad máxima
4062 metros de desnivel acumulado subiendo
5 metros de altura mínima (Alicante)
1090 metros de altura máxima (Puerto de Catí)
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La bici preparada antes de partir |
EL VIAJE
El andar tierras y el comunicar con diversas gentes hace a los hombres discretos.
Miguel de Cervantes, Coloquio de los perros
12/7/2012
El viajero tiene una sensación
indefinida cuando se encuentra ante la perspectiva del viaje. No sabe si se
debe a su afán por conocer nuevos lugares, montado en su bicicleta por el
mundo, o a las sorpresas, agradables o no, que le deparará el viaje. No lo
tiene claro. Tampoco le importa. Lo cierto es que, a medida que se acerca el
momento, ya solo piensa en la partida. En esta ocasión es igual. Por eso, al
alba, el cielo oscuro comenzando a aclarar, el viajero ya está en la
calle, la bici preparada y deseoso de echarse al camino.
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Momentos antes de salir de casa |
El
ambiente es fresco y agradable a estas horas, cuando el sol todavía no ha
extendido sus luengos brazos sobre la ciudad. Unos pocos coches interrumpen la
quietud de la noche, y los transeúntes, escasos, caminan en silencio a su
trabajo.
Enseguida está saliendo de Alicante, en el ambiente brumoso del amanecer.
Andando un poco, se encuentra en medio de campos y casas con cultivos. Un perro
ladra tras la verja de un chalé, probablemente preguntándose quién es ese del sombrero
y qué hace ahí a esas horas. Con toda seguridad el viajero habría tenido que enarbolar un
palo para defenderse si el can hubiera podido saltar la valla.
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Campos cerca de Sant Vicent del Raspeig |
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Camino de Verdegás |
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Antes de cruzar la vía del tren |
Verdegás no es nada; dos casas, a lo sumo, en medio del campo, y el
viajero pasa sin detenerse. El camino le lleva hasta la vía del tren y, a
través de un terraplén pedregoso por debajo, al otro lado de la misma. Ahora el
camino comienza a ascender y el calor se nota cada vez más. Pasado Agost
adelanta a un par de ciclistas que suben por la antigua vía de tren
acondicionada ahora para disfrute de la gente. A lo lejos se ven las
montañas. Montañas como gigantes que tendrá que atravesar.
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Antiguo apeadero de Agost |
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Subiendo por la Vía Verde de El Maigmó |
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Agost |
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Cadenas montañosas en la lejanía |
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Comienza el ascenso infernal, en este bello entorno |
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Una parada, la primera de muchas que tendrá que hacer
hasta el puerto de Catí |
Enseguida se da cuenta de lo importante que es la experiencia para decidir en cada caso el camino adecuado porque, sin querer menospreciar la envergadura de la montaña alicantina, el viajero pensó que sería buena idea llegar a Castalla atravesando Chorret de Catí, y disfrutar así de las magníficas vistas que desde allí se pueden contemplar. El viajero se había equivocado. Y lo reconocía, mientras ascendía pausadamente: para enfrentarse a cumbres tan elevadas hay que tener una fuerza hercúlea, pensaba, acordándose del héroe griego. Sin embargo, agradece atravesar estos caminos que se adentran en la naturaleza y le envuelven de vegetación y abruptas montañas. Piensa que es magnífico poder transitar esas vías que comunican unas pocas casas salpicadas por el monte.
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Al fondo, la Sierra del Cid |
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La subida se hace interminable |
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Todavía hay que subir más |
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La Sierra del Cid ahora queda a la misma altura |
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Compañera hasta el momento, la Sierra del Cid
parece más pequeña desde arriba |
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Espectaculares vistas |
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Merece la pena llegar hasta allí arriba |
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Los caminos se adentran en el corazón de la montaña |
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Caprichosas formaciones rocosas sobre las cimas |
A una de estas casas, la llamada Casa Foradada, se acerca el viajero, pese a tener un perro que campaba por los aledaños junto a unas gallinas que, sin embargo, no le dan tanto miedo. Un hombre y una mujer trabajan, la pala en la mano y la hormigonera dando vueltas. Saluda a los trabajadores, que se sorprenden de la visita, y se acerca la mujer, preguntándole con la mirada qué quiere. Pide un poco de agua y ella esboza una medio sonrisa que deja ver el hueco de tres o cuatro dientes. Les agradece inmensamente el favor, pues sin esa agua habría sido bastante más difícil continuar el camino. La pareja continúa la tarea, quién sabe si enmendando los agujeros que dan nombre a su casa.
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La Casa Foradada |
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La silueta de El Ventós al fondo |
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La vegetación sobrevive a pesar de la escasez de agua |
Tras este agradable incidente, los deseos de llegar a la cima son cada vez más acuciantes, pero todavía queda bastante por subir. En Chorret de Catí, cerca del hotel, el viajero piensa que lo mejor, llegado ese momento, poco más de mediodía, es comer opíparamente. Busca un lugar donde aposentarse y saca las viandas, que tan necesarias se hacen tras el esfuerzo y el calor. Cuando termina se va, dejando allí a una multitud de chiquillos que están de excursión y habían elegido también ese sombreado lugar para comer. El ascenso continúa como una pared, pasando por el área recreativa del hotel. Un guarda forestal para su coche para aconsejarle: ya queda poco para el final, el puerto de Catí, a mil cien metros de altura, dice el hombre, con barba cana y dispuesto a ayudar, pero con esa maquinica será difícil, le dice refiriéndose a su bicicleta. Sí, no importa, contesta el viajero. En efecto, poco es lo que queda, pero es infernal. Su cabalgadura resiste sin problemas, pero él, no acostumbrado a semejantes excesos, se siente desfallecer. Al llegar arriba el gozo es inmenso. Merecía la pena, piensa. Y bajar desde allí, también. A lo lejos se ve a duras penas Castalla, presidido por su altanero castillo.
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El puerto de Catí, a 1100 metros. Todavía se podría subir más |
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Un merecido descanso |
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La bajada hacia Castalla merece la pena |
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A duras penas se atisba la silueta de Castalla |
Castalla, pueblo corriente si
no fuera por esa mole pétrea que lo define, está tranquilo, como dormido bajo
el tañido de la campana que va dando la hora a los venerables
castalludos. El viajero piensa hacer una parada larga en Castalla, para
descansar, que falta le hace, y para comer, otra vez, si se tercia. Se está a
gusto en esta plaza tan simple, a la sombra.
Pasado un poco el calor de la tarde el viajero piensa que lo más prudente
es ponerse en camino hacia Sax, villa que durante siglos fue lugar estratégico
en las batallas que se libraban por aquellos lares. El viajero sale de Castalla
bordeando la cima donde se yergue la fortaleza, se detiene a observarla bajo el
sol abrasador y piensa en la función que tendría en su momento esta plaza
fuerte, elevada en medio del llano.
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Castillo de Castalla, erguido sobre la roca |
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El promontorio se destaca en la llanura |
El
camino se muestra agradable, con un leve descenso. Todo parece indicar que va a
ser una buena tarde. Y así fue, salvo el endiablado terreno que tuvo que
atravesar, a pie, por encontrarse cortado el camino. Por suerte la carretera
corría en paralelo y, en breve, sale del apuro. Después, la mirada puesta en el
horizonte que se abre ante el camino, se intuye el promontorio rocoso coronado
de almenas que es Sax.
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Entre almendros |
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Buenos caminos llevan a Sax |
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A lo lejos se intuye el castillo de Sax |
Sax
debió de ser villa importante, piensa el viajero, juzgando la
arquitectura con que se topa. En primer lugar, el castillo, fortaleza
árabe que pasó a manos cristianas y fue luego deseada por los propios reinos
cristianos que pugnaban entre sí. El caserío, en origen musulmán y luego cristiano,
también, trepa por la ladera hasta la roca de la fortaleza. Y en el llano,
cuando los peligros originados por su fronteriza ubicación parecen haberse
esfumado, la urbe se extiende dando bellos ejemplos de casas nobiliarias,
muchas de las cuales aún mantienen su sabor decimonónico. El viajero sube al
castillo para disfrutar de las vistas y tomar un poco de aire fresco. Es bonito
lo que se ve desde allí: la llanura, flanqueada de gigantes montañosos, surcada
por el río Vinalopó, cuyas escasas aguas, otrora cristalinas, han cesado en su
murmurar antes incesante.
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La roca del castillo |
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La Casa del Cura. Sax |
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La Fuente del Cura |
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La proa del castillo |
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Sax, fortaleza inexpugnable |
13/7/2012
Muy temprano, se asoma el viajero por la
ventana del hostal donde ha pasado la noche. Poco o nada tiene que ver esta con
las quijotescas ventas descritas en la inmortal novela, pero la imaginación del
viajero da para mucho y, al despuntar el alba, se le antoja que lo mejor es
partir cuanto antes a desfacer agravios y en busca de menesterosos, si los
hubiera, ahora que todos los de la venta, incluido el ventero, están en brazos
de Morfeo. Al poco se encuentra ya en camino. El frescor de la mañana acaricia
su rostro y los olores de los arbustos impregnan el ambiente. Algunos pájaros
vuelan sobre su cabeza, movidos por el suave vientecillo matinal.
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Amanecer en Sax |
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Por tierras de Villena |
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Cruce de caminos |
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La ruta surca inmensas llanuras en tierras fronterizas |
Después de pedalear unas decenas de kilómetros
el viajero reconoce que la llanura está hecha para él. Ya lo sabía antes, pero
ahora, después de las inmensas montañas que tuvo que atravesar el día anterior,
de una belleza extraña, la llanura se le ofrece también como un inmenso
espectáculo para los sentidos donde, además, su bicicleta corre desenfrenada.
Alguien que lea esto puede pensar que este es un viajero de espíritu alicaído y
perezoso. Nada más alejado de la verdad. De todos modos, no le importa si
alguien lo piensa.
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Caudete |
Llega a Caudete todavía fresco
y para a desayunar y hacer un breve descanso antes de enfilar a Montealegre.
Caudete, de un golpe de vista, le parece insulso y sin gracia. Desayuna a la
sombra junto a una fuente que creía seca y, para su asombro, no lo estaba. Y
después, cuando avanza y descubre la mole eclesiástica y callejea un poco,
siente la tentación de hacer una parada más larga: agradables y frescas calles
encuentra a su paso. Pero el camino está ahí y no sabe si será tan benévolo
como el que le ha traído hasta Caudete, y decide continuar sin más.
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Iglesia de Caudete |
Sigue el camino por la llanura
entre rocosas montañas coronadas de blancos y metálicos molinos de viento.
Durante un buen rato le acompañan las Peñas Blancas, que se prolongan sin fin a
la izquierda del camino.
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Camino en solitario |
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El camino continua en compañía de las Peñas Blancas,
que se ven a la izquierda en esta foto |
Pasa por la vereda de Montealegre y la Cañada Real de Cuenca a Cartagena, antiguos caminos por los que la gente se ha movido de un lado a otro durante siglos, al paso de sus cabalgaduras o de sus propias piernas.
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Cañada Real de Cuenca a Cartagena |
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Volviendo la mirada pueden apreciarse las Peñas Blancas |
Al final, tras un tramo más difícil, de ascensos y descensos que, por
otra parte, le ofrecen un hermoso paisaje repleto de encinas, el viajero busca
en lontananza la silueta de Montealegre del Castillo, sin encontrarla. Su
intuición, o más bien el GPS que le guía, le dice que debería aparecer por algún
lado, no lejos de donde está.
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Viñas, compañeras de viaje durante un buen rato |
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Sierras coronadas de molinos cerca de Montealegre |
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No todo es campo de cultivo.
Pueden encontrarse tramos de frondosa vegetación |
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La peculiar morfología de las montañas se graba en la retina |
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Restos del castillo de Montealegre |
Por fin se ve a lo lejos, pequeño, el castillo
que dio nombre a la villa de Montealegre. Está en ruinas aunque todavía puede
apreciarse alguna torre por ahí. Pero por ningún lado se ve el caserío. Cuando
llega a los pies del castillo lee un cartel que dice que fue fortaleza árabe
para defender la frontera con los cristianos y ve, allá abajo, escondido, el
pueblo, presidido por su iglesia de torre cuadrada. Es una iglesia bonita esta
de Montealegre, o al menos así le parece al viajero, que cree merece la pena
visitar la villa por verla. A la sombra de unos árboles, en la plaza, come
estupendamente, contemplándola.
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Montealegre, hundido a los pies del castillo |
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El pueblo de Montealegre desde el castillo |
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Iglesia de Montealegre del Castillo |
En Montealegre del Castillo el
viajero se convierte en peregrino. Un hombre, que resulta ser un policía local de
paisano, se acerca y le pregunta si está haciendo el camino de Santiago. Sí,
claro, le contesta el viajero, a quien le atrae la idea de verse peregrino
durante unos días, aunque el fin de su peregrinación sea otro. Credencial en
mano y rellenos los papeles pertinentes le guía hasta el albergue, donde podrá
pasar la noche. Muy amable y muy atento es este señor, Rafael se llama, que
vuelve otra vez a dejarle su número de teléfono por si tuviera algún problema,
su hijo mientras esperando en el coche. El viajero tiene siempre la confianza
de encontrar gente como esta en sus viajes, tal vez por su experiencia en
viajes pasados. O porque a él también le gusta ser así con los viajeros que
arriban a su ciudad. Por la tarde, cuando ya el calor no es tanto, sale de su
aposento a recorrer el pueblecito.
El castillo de Montealegre no parece
castillo, realmente. Son dos torres reconstruidas a las que no se puede acceder
por estar cercadas por una valla metálica. Sube hasta donde esta le permite
para ver desde allí arriba. En una hondonada, justo abajo, está el caserío, que
se esparce en torno a la iglesia. Más allá, los campos, surcados por caminos
que se pierden en el horizonte, son engullidos por las montañas que ya quedaron
atrás. El viajero, a quien le gusta ver las cosas desde las alturas, piensa que
se está muy bien allí arriba, el viento golpeando su rostro, con esa
perspectiva de los campos, y pasa un buen rato allí quieto. Dicen que
Montealegre del Castillo es el pueblo de las tres mentiras: ni tiene monte, ni
es alegre, ni tiene castillo. Es lo que dice la gente.
Por la noche el viajero da un paseo y
encuentra a los lugareños reunidos en corrillos, como se suele hacer en los
pueblos, en sillas de espadaña, o de plástico, es igual. La noche es calurosa
en Montealegre, vaya si lo es, sobre todo donde ha de dormir el viajero, cuyas
ventanas están tan altas que no pueden ser abiertas para dejar que entre un
poco el aire nocturno.
14/7/2012
Todavía de noche, encendidas las luces
de las calles, se dirige el viajero a la salida de la población. El día no
parece que vaya a ser muy fresco, a juzgar por la elevada temperatura que hace
ya a esa hora temprana. Un camino asfaltado, breve, le lleva a otro, sin
asfaltar y no tan breve como el anterior. El día de hoy transcurre entre
cañadas reales, muy bonitas, solitarias. Atraviesa los montes, pasando por
rincones de gran belleza. Allí, los conejos campan a sus anchas, cruzando ante
sus ojos en carrera sin igual, como si temieran ser atrapados. Es curioso que
ellos no perciban esa capacidad innata que tienen, la de moverse rápidamente
con asombrosa agilidad, dando saltos, y huyan de un lado a otro del camino,
como si este viajero pacífico fuera a buscarles entre los frondosos arbustos
para asestarles un golpe traicionero. Debe de ser que están acostumbrados a
toparse con otra gente, tal vez menos pacífica, que practica su deporte
favorito sembrando el terror en el campo. Eso piensa el viajero, pero es
probable que se esté equivocando. También cruza fugaz un zorro de grueso rabo,
delante de sus narices.
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Amanece en el campo |
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Parada a desayunar |
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Ruinas de una casa abandonada |
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El día, gris, dota de especial belleza el paisaje |
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El sol se asoma entre las nubes |
Además de estos compañeros, tan
agradables, otros tiene hoy que no le gustan tanto. Eolo, que no había hecho
acto de presencia hasta ahora, sopla hoy como si le fuera la vida en ello. El
viajero lucha incansable, pero su bicicleta pesa una tonelada. Sin embargo, el
reluciente sol, que muy temprano había asomado su rostro entre las montañas,
después ha permanecido escondido tras unas amenazantes nubes. Es curioso, pero
la ausencia del astro ha provocado cierto desasosiego en el viajero, una
sensación que tampoco sabe explicar bien, pero que en definitiva le ha llevado
a echar de menos su compañía, a pesar de lo agobiante que puede llegar a ser en
algunos momentos.
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Restos de empedrado en el camino.
De los pocos momentos en que la Brompton se queja |
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El colorido de los campos es espectacular |
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No solo el verde es agradable a los sentidos |
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A pesar del GPS, el viajero se pierde en los caminos |
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Por perderse se lleva estas vistas que compensan |
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El amarillo de los campos, de los preferidos por el viajero |
La llegada a Albacete se hace esperar
demasiado. En Casas de Munibáñez busca agua y encuentra, al fondo de una finca,
unas niñas que toman el sol sobre toallas. Buenos días, un poco de agua, por
favor, grita el viajero, que es ignorado una y otra vez. Al fin sale un señor
que le abastece y saca de la sequía que venía padeciendo los últimos
kilómetros. Gracias y buenos días, se despide. Al rato de continuar el camino
aparece ya, a lo lejos, la silueta de Chinchilla. Pero Albacete está más allá,
pasado Chinchilla, y es ahora cuando Eolo demuestra su poderío y diezma las
pocas fuerzas que le quedan.
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Un alto en el camino |
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La venta bien podría haber sido castillo, a ojos de algunos |
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Aperos de labranza |
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Dos colores |
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Encrucijada |
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El camino se estira, como si fuera chicle |
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El castillo de Chinchilla, a los lejos |
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Casas de Munibáñez |
La entrada en Albacete no es
impresionante, piensa el viajero, pero agradece llegar a un lugar habitado
después de todo el día en solitario. Sin embargo, Albacete está desierto a las
tres de la tarde, que es cuando arriba. Hace calor y la gente está en sus
casas, comiendo, piensa.
Por la tarde, al viajero, que es amante
de la improvisación, se le pasa por la cabeza cambiar su ruta, dejando a un
lado la que venía haciendo hasta ahora, trazada a conciencia en su casa antes
de salir. Se arriesga y confía encontrar el camino sin grandes dificultades,
con ayuda de las indicaciones del folleto que le había proporcionado Rafael en
Montealegre y con el GPS para orientarse en caso de necesidad. Ya no se
dirigirá, por tanto, a Villarrobledo, como tenía pensado, sino a La Roda y El
Provencio, siguiendo la ruta jacobea descrita por Pero Juan Villuga en el año
1543, que parte de Alicante y pasa por Toledo, desembocando en tierras
leonesas. Allí enlaza con el camino francés, descrito con todo detalle
en el Codex Calixtinus del siglo XII.
15/7/2012
Albacete a las seis de la mañana tiene
más gente en sus calles que a las tres de la tarde. Es verano, domingo, y la
gente que encuentra el viajero a su paso todavía no ha ido a su casa a dormir.
Debe de ser eso, piensa. En fin, todavía sin luz comienza a moverse en
direccion al trazado ferroviario, que habrá que cruzar por algún sitio. Sin
muchas dificultades se ve ya en direccion a La Gineta.
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Amanecer a la salida de Albacete |
Toda esta jornada matinal transcurre por
buenos caminos que le llevan, empujado por un leve vientecillo del sureste, a
la villa manchega en un santiamén. Una gran nube enmarañada impide que el
personaje más poderoso del mundo, que es el sol, caliente como lo habría hecho
si no hubiera estado ahí para impedirlo. Parece increíble que una nube, efímera
y liviana como ella sola, pueda doblegar al sol de esta manera tan sencilla.
Estas reflexiones que ocupan al viajero en su camino a muchos le parecerán
absurdas, pero a él no, y eso es lo que importa. Ahora le surge la duda de
quién es más poderoso, el sol o la nube. El viajero no lo tiene claro.
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Parada a desayunar en La Gineta |
La Gineta está dormida cuando llega a
los pies de la torre de la iglesia. Los pajarillos revolotean en torno a la
pétrea construcción mientras el viajero se toma el desayuno, deleitándose con
su vuelo.
El camino continúa sin incidentes,
plano, monótono, amarillo como un mar seco, perdiéndose en el horizonte. Qué
bonito, piensa el viajero. Un remolino de mosquitos se pega a él de repente,
sin haberles hecho nada. Es curiosa la capacidad que tienen los mosquitos para
adherirse a la órbita de un objeto en movimiento. Se convierten en satélites de
un planeta, el viajero en este caso, y viajan por los caminos polvorientos
gracias a una atracción gravitatoria que él desconocía de sí mismo. Cuando se
van, sabiendo que no pueden sacar nada interesante, se queda tan a gusto.
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Campos de girasoles de camino a La Roda |
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La Casa de Mari Fernández |
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No hará mucho que la casa fue abandonada |
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Enorme tinaja junto a una fuente seca |
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Todavía la ruina no se ha apoderado de ella |
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Es una pena que ya nadie habite allí |
La Roda es un pueblo grande, como lo es
su iglesia. Algunas casas manchegas, las menos, y las demás modernas y sin
atractivo. En la puerta de la iglesia espera impasible un coche fúnebre,
mientras dentro el cura reza por el alma de algún difunto, endulzando con
palabras el triste momento. En seguida parte hacia Minaya.
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Transvase Tajo-Segura, cerca de La Roda |
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Iglesia de La Roda |
Minaya lo define el viajero como el
Amsterdam de la Mancha. La gente va en bici a misa y aparca a las puertas de la
iglesia, va a comprar el pan, o a visitar a los familiares de turno. Circula
una gran cantidad de biciclos de todo tipo, y sobre ellos monta gente de todas
las edades y condiciones. Son sabias estas gentes de Minaya, piensa el viajero.
Dejando a sus espaldas la iglesia encuentra una fresca sombra donde comer, en
compañía de una vigorosa chicharra. Cuando amaina un poco la tormenta de fuego
parte en direccion a El Provencio.
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En dirección a Minaya |
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Nuevos colores aparecen a la vista |
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Una bici aparcada a la puerta de la iglesia, en Minaya |
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La iglesia de Minaya |
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Torre. Minaya |
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Éxodo |
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La plaza de Minaya |
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De camino a El Provencio, pasa por Venta de Alcolea |
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Pueblo desierto, Venta de Alcolea |
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Casa abandonada en Venta de Alcolea |
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Hacia El Provencio |
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El río Záncara, llegando a El Provencio |
En El Provencio se está celebrando una ceremonia religiosa y el viajero llega cuando acaba, con música de Pachelbel. La gente sale por parejas, agarradas del brazo las señoras, con traje de gala y bien perfumadas. El viajero piensa que lo más prudente, dada la hora, es quedarse en El Provencio a pasar la noche y no continuar hasta Las Mesas, como tenía pensado. Se dispone a buscar al cura párroco, ahora que es peregrino, para preguntarle por el hospedaje. Pregunta a los parroquianos, le indican quién es, el del pelo blanco, está ocupado y no puede hablar ahora, espera un poco. No es posible dormir en El Provencio, no hay albergue, pero sí en Las Pedroñeras, le informa.
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Atardecer de camino a Las Pedroñeras |
Las Pedroñeras está a unos diez kilómetros de El Provencio. Aunque se sale de la ruta que tenía pensado seguir, el viajero piensa que es mejor ir allí antes que a Las Mesas, donde no es seguro que tenga lugar para alojarse. En Las Pedroñeras tendrá que buscar la casa parroquial, en la calle Montejano. El camino está bien, fresco ahora que se está poniendo el sol. A lo lejos se ve la iglesia de Las Pedroñeras, bueno, se imagina que es la de Las Pedroñeras.
La casa del cura, en la calle Montejano, es una bonita casa manchega, de sencillas líneas en la portada y patio central con columnas que sustentan la parte noble. El aposento del viajero está en la planta baja, al lado de la escalera que sube al piso principal, donde el cura tiene sus dependencias. Cuesta conciliar el sueño en esa oscura habitación, casi sepulcral, y los mosquitos hacen que sea más difícil aún.
El viajero piensa en la salida del día siguiente con incertidumbre. Desconoce la ruta que debe seguir y no tiene claro si dirigirse a Las Mesas o a El Toboso. Además, su reserva de agua está en las últimas. El día dará nueva luz y le sacará de dudas, seguramente.
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Patio manchego de la casa parroquial. Las Pedroñeras |
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Fachada de la Casa Parroquial. Las Pedroñeras |
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Iglesia de Las Pedroñeras |
16/7/2012
Muy temprano se despide de esa bonita
casona donde ha pasado la noche. Parte el viajero buscando el camino, ve una
indicación con una concha amarilla y la sigue sin pensarlo. Al poco se da
cuenta de que se ha desviado y está yendo direccion norte, hacia Mota de
Cuervo, no sabe si será un ramal del camino. Pero no le interesa eso al
viajero, que piensa es mejor seguir más hacia el noroeste, hacia El Toboso o
Las Mesas, todavía no lo sabe. Decide tomar un camino que sale a la izquierda y
ahí pasa un rato sin saber muy bien adónde iría a parar. Finalmente, a punto de
acabarse la poca agua que lleva, encuentra de frente una construcción pintada
de blanco: la ermita de Manjavacas, punto intermedio entre Las Mesas y El
Toboso, según las indicaciones de sus folletos jacobeos. Está salvado, piensa
el viajero satisfecho. Allí repone agua, tan necesaria, y toma un desayuno en
un hermoso pinar, que también iba siendo necesario.
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Amaneciendo en Las Pedroñeras |
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Un colchón de trigo |
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Buscando el camino, en dirección noroeste |
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La ermita de Manjavacas |
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Hacia El Toboso por caminos infinitos |
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Iglesia de El Toboso |
El camino hasta El Toboso no
presenta dificultades. Pronto, a lo lejos, ve la torre de la iglesia en el
horizonte y en breve está entrando en el pueblo, hasta topar con ella, como les pasó al andante caballero y a su panzudo escudero. El Toboso es un bonito lugar
y bien cuidado, para atraer a los turistas cervantinos. Como en todos estos
pueblos manchegos, la iglesia preside el abigarrado caserío que se esparce a
sus pies. Unas dulces ciruelas son bien recibidas por el viajero tras los caminos
recorridos desde Manjavacas. Con la mente puesta en Tembleque, lugar donde
tiene pensado pasar la noche, pasa rodeando Quintanar de la Orden, pueblo
grande y ruidoso como otros muchos. Sin querer menospreciarlo, continúa su
camino, buscando las indicaciones de unos supuestos monjes castellanos,
indicaciones que no encuentra. Al fin sigue un camino que corre paralelo a la
carretera, en dirección a La Puebla de Almoradiel.
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La esbelta torre de la iglesia. El Toboso |
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Detalle de la misma torre |
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La puebla de Almoradiel. Iglesia |
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Detalle. Iglesia de La Puebla |
Hasta La Villa de don Fadrique el camino
transcurre por un antiguo trazado ferroviario, pegado a la carretera. En La
Villa de don Fadrique los más longevos del lugar han adoptado también, como en
Minaya, la bicicleta como medio de locomoción. El hogar del pensionista,
situado en la plaza de España, frente a la iglesia, es el lugar donde más
bicicletas podemos encontrar. A partir de las cuatro o las cinco de la tarde
van llegando los venerables ciclistas, dando ejemplo con su pedalear elegante y
pausado, poniendo en movimiento antiguas máquinas de oxidada cadena. Aparcan
por doquier: junto a un árbol, a la puerta, apoyada sobre una farola, y van
decorando el escenario de la plaza, conviertiéndolo en un mosaico de metálico
colorido.
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Aparcamiento de bicis a la puerta del hogar del jubilado.
La Villa de Don Fadrique |
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Portada de la iglesia. La Villa de Don Fadrique |
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Iglesia en la Plaza de España, La Villa |
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Biciclos aparcados en La Villa de Don Fadrique |
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Ya va siendo necesaria una limpieza |
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La cultura y la música no pasan desapercibidas en La Villa |
El viajero deja la Villa muy a
su pesar, tomando el camino hacia Villacañas. Casi sin detenerse continúa a
Tembleque, circulando siempre en paralelo a la carretera por rectas
interminables bajo un sol abrasador.
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Puente metálico sobre la vía del tren, en Villacañas.
Al fondo, la torre de la iglesia |
Tembleque merece la pena aunque solo sea por ver su plaza mayor, edificación manchega con columnas de granito que sustentan corredores de madera en la parte superior, al uso de las edificaciones populares del siglo XVII. Fue inaugurada por Felipe IV el año 1653. Pero no es lo único que tiene la pequeña villa manchega.
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Plaza Mayor de Tembleque |
Su iglesia, bajo la advocación de Nuestra Señora de la Asunción, es un bello ejemplo del gótico tardío. Los orígenes de esta bella construcción
son, cuanto menos, curiosos.
Comienza a construirse en 1509, en homenaje a las
aportaciones que el cardenal Cisneros, a la sazón arzobispo de Toledo y primado
de España, había hecho por participar en la campaña de Orán. Para los que no lo
saben, como le pasa al viajero, esta es una campaña militar, como hubo otras,
promovida por unos reyes fanáticos que, no sintiéndose conformes tras la
conversión forzosa de febrero de 1502, tuvieron a bien cruzar el mar que separa
los dos continentes vecinos con el fin de perseguir a aquellos moriscos
que se habían refugiado en Orán, en la cercana Argel. Pues bien, el eminente
cardenal, que en gloria esté, financió la organización de un ejército que
embarcó en Málaga y Cartagena al mando del veterano Pedro Navarro, allá por el
año 1509. El mismo Cisneros formó parte de la expedición, aunque su ancianidad
no le permitió asistir al asalto de la plaza. Lo que sí hizo fue entrar en la
ciudad una vez había sido tomada, entre aclamaciones de los soldados, para
colocar la Santa Cruz en las murallas de la ciudadela. Así pudo volver a ocupar
su cátedra arzobispal toledana, con la conciencia tranquila por haber llevado a
cabo hazaña semejante, que eliminaba un importante foco de piratería
berberisca. Es este un triste episodio de nuestra historia, teñida de fanatismo
religioso y afán de cruzada.
En menos de veinte años la iglesia está
levantada de la cabecera a los pies.
Otras notables edificaciones tiene
Tembleque. La Casa de las Torres, como se conoce popularmente el palacio de los
Fernández-Alejo, llama la atención por su grandiosidad y exuberancia barrocas.
El viajero espera que caiga en buenas manos antes de que la ruina se apodere de
ella.
17/7/2012
Cuando se asoma a la ventana, el viajero
ve que todavía es de noche en Tembleque. La inquietud por comenzar esta última
jornada de la travesía, que le llevará a la imperial ciudad, le hace echarse
rápidamente al camino. Atraviesa campos de cereal a la salida de la población. Los
gallos, cantando con voz aguda, saludan a su paso. El viajero percibe, sin querer, la cercanía de unos establos repletos de estiércol, donde los bóvidos
duermen su último sueño antes de comenzar la monotonía del día. El viajero para
un momento para contemplar el bonito amanecer en la llanura.
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Amanece en Tembleque |
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Iniciando la última jornada con el fresquito de la mañana |
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Camino de Villanueva de Bogas entre campos de cereal |
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El paisaje empieza a ondularse de nuevo |
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El olivo aparece en escena |
En Villanueva de
Bogas hace una parada para desayunar. Una mujer barre la puerta de su casa sin
levantar la vista del suelo. El viajero pregunta a un hombre ciego por la
iglesia y se dirige allí para sentarse a descansar observando la plaza del
pueblo. La mujer que barría su acera esta ahora limpiando el zócalo de azulejos
de su fachada, a latigazos con un trapo. Un hombre de caminar pausado y bien
arreglado cruza la plaza dando los buenos días al viajero. La misma mujer
sacude con ímpetu el polvo acumulado en los barrotes de las rejas.
Buenos días. Es un hombre con pantalón
azul y garrote de madera en la mano, que cruza la placita dirigiéndose al ayuntamiento.
El panadero anuncia su llegada con el claxon de su furgoneta.
Aunque la plaza en la que se encuentra
el viajero comiendo unos dátiles y una manzana con pan es, sin lugar a dudas,
un espacio público, se siente como un intruso que ha invadido la intimidad de
los tranquilos lugareños. Parece que se hubiera metido en sus casas con su
polvorienta bicicleta y ellos no pudieran echarle de allí, interrogándole
simplemente con su inquieta mirada.
Antes de dejar Villanueva, el viajero se
cruza con un profesor de instituto jubilado que le indica el camino hacia
Almonacid. Se alarma un poco de su viaje en solitario y eso es excusa
suficiente para contarle sus peripecias de jovenzuelo por nuestro país, y sus
ciento sesenta mil kilómetros de periplo europeo montado en un mil quinientos,
con el maletero lleno de bidones de gasolina comprada en Italia, donde estaba
más barata.
A pesar de sus indicaciones, el viajero
se pierde en la búsqueda del lugar por donde vadear el río Algodor. Vuelve de
nuevo al pueblo y, tras preguntar otra vez le indican y logra salir de aquella
urbe que es Villanueva de Bogas. Enseguida ve a lo lejos el castillo de Peñas
Negras, sobre un promontorio rocoso.
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Saliendo de Villanueva de Bogas se divisa el castillo de Peñas Negras |
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Puente sobre el río Algodor |
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El río Algodor, seco |
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El Silo, en las inmediaciones de Villanueva |
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Buscando el camino de Almonacid |
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Entre olivares. A lo alto, las ruinas del castillo de Peñas Negras |
El río Algodor se
cruza por un puentecillo empedrado, ruinoso, abandonado. Es lógico que así sea,
ya que la ausencia de caudal ha propiciado que las autoridades locales no
inviertan ni un céntimo en esta infraestructura, tan necesaria antaño, piensa
el viajero. Andando un poco llega al silo, tal y como le habían anunciado en el
pueblo. El paisaje se torna ondulado de nuevo, en este tramo del viaje. Tras
saltar un arroyo de sucias aguas aparece, ruinosa, la ermita de san Marcos,
situada en el Camino Viejo de Toledo. Según la tradición, en este lugar había
colocada una horca para ejecutar a los salteadores, que quedaban allí para que
sirviera de escarmiento.
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Ruinas de la ermita de San Marcos, en el Camino Viejo de Toledo |
Las Peñas Negras quedan a la izquierda
del camino. Al poco tiempo es otra la fortaleza que aparece ante sus ojos: el
castillo de Almonacid. De origen musulmán, fue testigo de la batalla entre el
emir de Córdoba y los rebeldes de Toledo en el año 854. Los avatares de la
historia han hecho que pasara de unas manos a otras, como ocurre en estos
casos. La leyenda dice que el mismo don Rodrigo Díaz de Vivar tomó el castillo,
expulsando de allí a los musulmanes y de esta hazaña la fortaleza tomó el
nombre de Almenas del Cid de donde, al parecer, proviene la palabra Almonacid. Sea
como fuere, lo cierto es que allí están las evocadoras ruinas, tras el paso de
los siglos.
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A lo lejos se ve el castillo de Almonacid |
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Evocadoras ruinas del castillo de Almonacid |
Decide no entrar en el pueblo y bordea
la colina donde se asienta el castillo, lo que le permite deleitarse con sus
diferentes perspectivas. Rumbo a Burguillos, piensa que ha sido un error no
parar en Almonacid, aunque solo fuera para abastecerse de agua, que anda
escaso. El calor, que es mucho a esas horas del mediodía, la falta de agua y la
sugerente llegada a Toledo le hacen pasar un rato malo al viajero. Al paso por
la sierra de Nambroca se para a contemplar los molinos que la coronan, lacados
en blanco, despidiendo destellos metálicos. Un ingenioso hidalgo habría entrado
en descomunal batalla con ellos, sin lugar a dudas, aunque cabe reflexionar
sobre lo que su desbordante fantasía habría decidido que eran.
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Molinos en las inmediaciones de Almonacid |
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Hace calor y queda poca agua |
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La sierra de Nambroca |
El camino se hace largo hasta Burguillos. Cuando llega al fin, una fuente en la plazoleta del pueblo le saca de apuros y le devuelve la salud que iba perdiendo poco a poco. A la sombra se está bien, sentado, observando, piensa el viajero. Toledo está al lado, solo hay que bajar.
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En Burguillos el viajero se hace unas fotos con su bici,
ahora que no queda nada para Toledo |
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Cansado se le ve el viajero, a dos pasos de Toledo |
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Cobisa, último pueblo antes de llegar a Toledo |
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Ya no hay más que bajar |
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Iglesia de Cobisa |
Muy cerca está Cobisa, otrora poblado celtíbero arrasado por el pretor Fulvio, allá por el año 561. De ahí, al parecer, nace nuestra Cobisa, que actualmente ha pasado a ser un lugar elegido por los toledanos para vivir. Para vivir, sí, aunque encadenados perpetuamente al coche. Por ello las autoridades han decidido paliar los enormes atascos matutinos con una gran autovía de circunvalación que usan no solo los nuevos residentes de Cobisa, que ya no trabajan en sus campos de olivares como los de antes, sino también los vecinos de Argés, Burguillos, Layos y otras ciudades-dormitorio, cuyos habitantes están obligados a coger el coche en sus desplazamientos diarios a sus puestos de trabajo, que están en Toledo la gran mayoría. Es como un gran reguero de hormigas que se desplaza en sus cáscaras contaminantes, protegidos de todos los agentes meteorológicos. El viajero piensa que, en muchos casos, podrían haber escogido un lugar más cercano para vivir, que les permitiera caminar a su trabajo. También piensa que muchos de ellos podrían desplazarse en bicicleta a Toledo, a trabajar, es solo una bajada, gélida en las mañanas de invierno, eso sí, pero agradable a pesar de todo, y para subir ya buscarán un compañero o un medio de transporte alternativo, sin contar con aquellos que prefieran ejercitar sus piernas en la vuelta a casa.
Si este reguero de hormigas estuviera formado por ciclistas urbanos, piensa el viajero, quizás las autoridades habrían barajado la posibilidad de un gran carril para bicicletas y no esta autovía, y autobuses con un maletero donde cupieran dos docenas de bicis plegables, al menos, para los que no quieren sudar a la vuelta. El viajero, que puede ser tan fantasioso como el mismo don Quijote, aunque a su manera, piensa en Un Mundo distinto pero igual y se acuerda de la famosa Utopía de Moro. Pero no pierde la esperanza.
La primera visión de Toledo es sublime, a
pesar de las muchas veces que el viajero ha visto la ciudad. Las torres,
apretadas entre el abigarrado caserío, aparecen como a vista de pájaro. Después,
según desciende poco a poco, la ciudad cambia su fisonomía, como si fuera un
ser vivo, mostrando multitud de caras diferentes. Cada vez que el viajero ve
Toledo desde aquí, desde esta perspectiva privilegiada, la misma que se tiene
desde la célebre Peña del Rey Moro, piensa en su historia milenaria, y cree que
la ciudad se merece un gran respeto. Un respeto mayor que el que en ocasiones
se le tiene.
El viajero entra en
Toledo por Al-Qantara, el puente, el principal acceso a la ciudad.
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Vista de Toledo desde El Valle |
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El viajero, satisfecho |
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Una foto para la prensa |
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Al-Qantara, la entrada a la ciudad desde
época romana |
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Al fondo, el Hospital de Tavera |
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El viajero seguirá, cuando pueda, andando los caminos
montado en su bicicleta |
La vista se fatiga, el pensamiento se anonada y se siente la impresión de la hartura y la embriaguez en esta ciudad, donde es imposible mirar sin que los ojos encuentren algo interesante.
Vicente Blasco Ibáñez, Crónicas de viaje: Toledo
Vaya, vaya... Que guay. A ver si un día llegas hasta Palencia (o llego yo hasta Alicante...) y hacemos unas etapillas por aquí que están muy bien.
ResponderEliminarBien hecho, campeón.
Saludos
Me lo imaginaba. Aventurero, historiador, escritor y fotógrafo.
ResponderEliminarEnhorabuena.
Lo de aventurero vale, pero lo demás me queda bastante grande... Jejeje
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